El fallo de la Corte Constitucional ecuatoriana de abril que abre la puerta a la interrupción del embarazo de todas las mujeres víctimas de una violación recordó al país andino el infierno de niñas y adolescentes que pasan por ello, muchas veces a manos de sus propios familiares.
“Nadie ve, nadie oye y las montañas nunca hablan”. Así cierra la entrevista, mirando esa cordillera de los Andes que se calla.
La conversación comenzó 40 minutos antes con el acuerdo de cuál sería su nombre ficticio. “Sarita”, dijo. ¿Sara o Sarita? “Sarita”.
Aunque es común el uso del diminutivo en la sierra ecuatoriana, parece extraño utilizarlo para hablar de una mujer que cría sola a cuatro niños.
La primera fue consecuencia de una violación, los dos del medio son hijos de una relación que acaba de terminar y la última fue parida por la hermana pequeña de Sarita, violada por el mismo agresor.
Es fácil olvidar que no tiene más de 25 años, pero dejó de habitar ese territorio de la infancia al que pertenece el diminutivo cuando su padrastro la violó por primera vez a los 10 años.
“Hoy tengo mucho miedo a la oscuridad y eso que soy vieja”, dice.
La oscuridad fue el escenario de todas las violencias.
“Cuando me agarraban y me querían hacer cosas yo decía que no. Incluso una vez me corrí (huí) sin saber adónde. Me encontraron y me fue como en feria. Eran unas pizas (golpizas) de esas buenas”.
El 28 de abril la Corte Constitucional de Ecuador decidió despenalizar el aborto en todos los casos de violación y no solo cuando lasvíctimas eran mujeres con discapacidad mental, como hasta entonces recogía el Código Penal.
El fallo generó el enfrentamiento entre defensores y detractores de la despenalización que ha tenido lugar en los últimos años en otros países de América Latina.
Pero también recordó a Ecuador el infierno de las niñas y adolescentes víctimas de violencia sexual, especialmente en las zonas rurales y marginales, cuyos agresores son —en su mayoría— padres, tíos, hermanos, abuelos, padrastros.
Niñas que, como le indica a BBC Mundo la abogada Ana Vera de Surkuna, una organización de defensa de los derechos sexuales y reproductivos, “tienen una falta de información tan brutal que no saben que su cuerpo va a cambiar, entonces no se dan cuenta hasta que el embarazo está muy avanzado”.
“Yo no sabía siquiera que estaba embarazada. Solo sabía que me criaba (crecía) la panza y no entendía por qué”, recuerda Sarita.
Tras parir, dejó a su hija bajo un puente. Pero como nadie la recogió, se la volvió a llevar consigo.
La Encuesta Nacional sobre Relaciones Familiares y Violencia de Género contra las Mujeres reveló en 2019 que 65 de cada 100 mujeres han sufrido alguna clase de violencia en el país.
Un 32,7% ha sido víctima de violencia sexual, aunque Ana Vera considera que existe “un subregistro brutal” de estas agresiones, debido al estigma de denunciar y a la precaria respuesta del sistema de Justicia.
Cuando, como en el caso de Sarita, el violador es el hombre de la casa, las víctimas tampoco denuncian porque el agresor suele ser la única fuente de ingresos del hogar. A veces tampoco se les cree por ser niñas, a veces no se les quiere creer.
“Mi madre prefirió callarse”, cuenta Sarita. “Creo que incluso sintió celos”.
“Cuando le dije (lo que pasaba), tenía idea de que le reclamara algo (al agresor), pero inclusive dijo que yo he tenido la culpa”. Luego, en la entrevista, Sarita dirá que está segura de que su madre también fue abusada.
Para hacerse una idea de cuántas menores son víctimas de agresión sexual, Ana Acosta, autora del reportaje “Las niñas invisibles de Ecuador”, recomienda fijarse en el registro de nacimiento del Instituto Nacional de Estadísticas y Censo (INEC).
“Como tiene registrados los partos de niños vivos por edad de la madre, y como cualquier relación sexual en menores de 14 es considerada violación por el código penal, entonces no hay por dónde perderse.
En 2020, 1.631 niñas de 10 a 14 años parieron en Ecuador, cuatro por día. La cifra no comprende las que no quedaron embarazadas, las que abortaron o las que tuvieron complicaciones obstétricas que les impidieron dar a luz.
El del año pasado es el menor registro de la última década (10 años en los que nacieron 21.165 niños de estas niñas), pero también fue el primero de la pandemia que encerró a víctimas y victimarios en un mismo lugar.
Además, debido a la crisis económica, el gobierno de Lenín Moreno retiró todos los fondos del plan de prevención del embarazo en menores.
Los números de 2021 aún no se conocen.
Sarita parió a los 13 años, fue violada por primera vez a los 10, pero el anticipo del horror del incesto lo presintió a los 7, cuando sospechó que su padre abusaba de una prima.
“Pensándolo bien, ahora siento que debí darme cuenta, debí saber. Pero los niños se olvidan de todo, cuanto más rápido mejor”, reconoce.
“Cuando me pasó a mí, supe lo que la otra estaba sintiendo”.
Aquello no fue, sin embargo, motivo de separación entre sus padres, sino las constantes agresiones contra su madre.
“Recuerdo a mi madre que cuando llegaba la tarde ya tenía miedo, porque sabía lo que iba a pasar: a veces él llegaba borracho, fumaba y ahí mismo le pegaba”.
Cuando después de distanciarse y juntarse varias veces, sus padres se separaron definitivamente, un hijo y una hija se quedaron con él. Dos hijas —Sarita y su hermana menor— con la madre, quien se fue a vivir con otro hombre.
El padrastro violó y embarazó a ambas niñas. El padre a la otra hermana.
“Yo creo que lo de mi hermana debe ser mucho más duro“, reflexiona Sarita, “porque imagínese, usted todos los días le llama papá y que el papá le haga eso no es justo”.
“Creo que estos hombres son dañados de la mente, porque están dañándole a la persona de por vida. Creo que asimismo es porque viven en el monte”.
En Ecuador el incesto se ha estudiado poco debido a que no está tipificado como delito, aunque sí se considera un agravante en delitos contra la integridad sexual y reproductiva, señala la psicóloga Fernanda Porras en el estudio “Cuerpos que sí importan”.
En cuanto a factores que hicieron que se normalizara en ciertas zonas está la idea de que es un problema que debe ser tratado al interior de la familia, así como la dependencia económica y emocional de las víctimas y sus madres con el agresor.
Para Ana Vera, el hecho de que ni el sistema de salud, ni el educativo ni la Justicia detectaran en su día el abuso a cuatro niñas (Sarita, sus dos hermanas y su prima) muestra la ineficacia del Estado para proteger a las menores, especialmente en zonas rurales.
A partir de la adopción de convenios y tratados internacionales, el Estado ecuatoriano comenzó hace 40 años a tomar medidas para terminar con la violencia de todo tipo contra las mujeres, adolescentes y niñas.
Se crearon comisarías para la mujer y unidades especializadas en la Fiscalía.
En 2007 la erradicación de esta violencia fue considerada, por decreto ejecutivo, una política estatal y, 11 años después, se sancionó una ley orgánica integral.
A pesar de esto, en 2016 la Fundación Desafío, una de las organizaciones que promovió la acción que culminó con el fallo de la Corte Constitucional, informó que Ecuador ocupaba el segundo lugar en la región (después de Venezuela) donde la tasa específica de fecundidad adolescente no había disminuido en los últimos años.
La noche del 11 de abril de 2021, cuando fue elegido presidente, Guillermo Lasso se dirigió directamente a “aquellas niñas que han tenido niños y que cuidan niños” y les aseguró que él y su esposa serían sus padres: “Las protegeremos, las vamos a cuidar”.
Pierina Correa, hermana del expresidente Rafael Correa y presidenta de la Comisión de Protección Integral a las Niñas, Niños y Adolescentes de la Asamblea Nacional, dijo el lunes de la semana pasada que la despenalización del aborto debe decidirse en una consulta popular y participó en un acto contra la interrupción del embarazo.
Para Ana Vera, Ecuador es un país que idealiza la figura de la madre y, por tal motivo, es difícil optar por abortar.
Y las que deciden ser madres “encuentran un montón de dificultades en que el Estado es incapaz de acompañarlas”, algo a lo que el informe de la Fundación Desafío también hace referencia, mencionando falta de alternativas para continuar con sus estudios, oportunidades laborales dignas o el apoyo para una crianza compartida.
Sarita no pudo continuar estudiando tras el parto y ahora BBC Mundo la encuentra abriendo por primera vez en su vida una cuenta de banco, porque es la única forma de recibir la pensión de su expareja.
Por eso, la situación económica surge como una parte de la respuesta cuando se le pregunta su opinión sobre el aborto.
“Yo no pensé en aborto. En botarle sí, pero no en aborto“.
“En el monte se escucha mucho de gente que come hierbas (para acabar con el embarazo), pero no solo intoxica al bebé, sino también a la persona y se mueren ambos”, relata.
Y deja clara su postura.
“La niña tiene derecho a tomar la decisión. A veces la familia no quiere y ella, encima de todo lo que le pasó, quiere tenerle (al bebé). Entonces, que ella decida”.
A lo que añade: “Si aún está a tiempo, tampoco creo que sea obligación que lo tenga, porque la va a marcar de por vida“.
“Además, si es pobre, ¿de dónde le va a dar de comer?”.
Tras el fallo de la Corte Constitucional, la Defensoría del Pueblo presentó este lunes el proyecto de ley ante la Asamblea Nacional para regular la interrupción voluntaria del embarazo en caso de niñas, adolescentes y mujeres víctimas de agresión sexual.
Pero mientras las instituciones debaten en Quito, Ana Vera ve otra realidad, desconocida por el Estado, en los sectores rurales y amazónicos, donde es difícil hasta presentar una denuncia por violación, en parte porque no hay fiscalías, y en muchos casos porque de hacerlo la comunidad se vuelve contra la denunciante.
Y las diferencias entre campo y ciudad no solo se hacen presentes en el inicio del embarazo de las menores, sino también en el final.
Los centros de salud de zonas rurales no suelen tener capacidad para hacer cesáreas, el método recomendado para estos partos debido al tamaño del cuerpo de las madres.
Para la antropóloga Lisset Cobas, en las zonas remotas —donde se mezcla violencia de género, desigualdad social, racismo yreligiosidad— no solo es difícil acceder a servicios de justicia y salud, sino también a información, algo en lo que coinciden Sarita.
“Si se compara a una niña del monte con una de ciudad, la del monte va a ser mil veces (más) inocente”, asegura.
“La niña de ciudad lo sabe todo, incluso se lo han explicado. La del monte no sabe qué es bueno o lo que es malo, y si dice algo le dan duro y es mejor que se calle”.
“Creo que los papás en el monte deberían cambiar un poquito. Ya es hora”.
Al terminar la entrevista, Sarita cuenta que se va a mudar y que quiere vivir en un lugar aún más solitario.
Dice que prefiere a sus hijos cerca y a los vecinos lejos.
“A veces me quedo viéndole a la más grande. Ella, inocente todavía, conversa a veces con los muchachos amigos. Y yo le digo que se mueva para acá, que no quiero que ellos se acerquen“.
“Es mi mal pensamiento”, reconoce. “Yo sé que no puede ser igual, pero queda la desconfianza. La miro y digo: ‘así, de ese porte, inclusive más pequeña, me pasó lo que me pasó'”.
¿Cómo romper con ese círculo de violencia? Para ella todo pasa por creer lo que sus hijos dicen y por hablar con ellos.
“A los más chiquitos lo único que les he dicho es que no les puede tocar nadie y que si pasa tiene que avisarme”, explica.
“A la mayor le he dicho que pronto le ha de bajar la menstruación y que no debe asustarse porque es algo normal, y que nadie la puede tocar ni decirle nada”, sigue.
“Hasta ahí he avanzado, pero toca avanzar otro poco más”.
“Me toca decirle que los hombres, sean de cualquier edad, siempre buscan relaciones y partir. Solo desean hacerles el daño e irse. Y que eso no está bien”.
“Que ella tenga su pareja, sus hijos, pero que sea por el bien, no por la parte mala. Que sea decisión de ella, pero no de nadie más”.
Después se calla y mira a sus hijos, que no paran de hacer ruido, y luego a las montañas, que siempre guardan silencio.
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