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Los orígenes del sistema representativo ecuatoriano (1812-1830): ¿Una forma de re-considerar los procesos electorales hoy?

Santiago Cabrera Hanna
Universidad Andina Simón Bolívar
sábado, marzo 27, 2021
¿De qué sirve comprender históricamente los procesos electorales? Un a cercamiento en mediana y larga duración permite identificar la genealogía de la constitución del gobierno representativo en el Ecuador con el ánimo de comprender sus continuidades e identificar sus rupturas, en cuanto a los intentos de formalización de la voluntad individual mediante normas y reglas electorales, la incorporación social mediante el acceso al voto o las prácticas sociales y culturales de reivindicación no formal de la soberanía popular
Tiempo de lectura: 8 minutos

Imaginemos por un momento que presenciamos la instalación de los comicios celebrados en la ciudad de Quito pocos meses después de la suscripción del acta de incorporación de la provincia a la República de Colombia, en la sala principal del Colegio Santo Tomás. La instalación del colegio electoral la preside el mariscal Antonio José de Sucre, primer intendente de los territorios que, por casi una década, serán conocidos como Distrito del Sur. En su discurso, el mariscal de Ayacucho remarcó en dos aspectos: el primero fue el advenimiento de un nuevo orden de cosas nuevo: la República, como resultado no solo de las acciones bélicas desatadas a lo largo de todo el continente sudamericano; sino también de las variadas manifestaciones de voluntad política a favor de este nuevo estado de cosas.

En segundo lugar, Sucre definió los mecanismos mediante los cuales la voluntad popular será canalizada y legitimada en el nuevo orden republicano. Será mediante elecciones populares sujetas a un reglamento electoral que fue el mismo que empleó Simón Bolívar para llevar a cabo las elecciones a representantes en el Congreso de Angostura (1819).[1] Pero tal reglamento no era del todo inédito; Bolívar no lo confeccionó en su totalidad. Había una experiencia electoral previa concerniente a la crisis imperial hispánica que debe verse como originaria de los mecanismos legales y reglamentos electorales promulgados a partir de 1821. Este antecedente fue la Constitución de Cádiz, sancionada el 19 de marzo de 1812.[2]

Durante las dos décadas en las cuales el edificio imperial hispánico entró en crisis, múltiples pueblos, asientos, villas y ciudades manifestaron su lealtad al depuesto rey Fernando VII (el Deseado); sostuvieron la voluntad de redefinir los términos del pacto monárquico mediante la juramentación de la Constitución de Cádiz; o declararon la irreversible ruptura de los lazos con España, cuando el anhelado monarca regresó a su trono –una vez que los ejércitos napoleónicos fueron expulsados de la península ibérica–. Al negarse a juramentar él mismo la Carta Política que mantuvo unida la nación española en su ausencia, el Deseado empujó a los pueblos del mundo ibérico americano a la independencia.

La experiencia electoral gaditana

La “Pepa”, como dio en llamarse la Constitución de Cádiz, creó un marco de participación muy amplio, de manera que cupiesen dentro del concepto de “ciudadanía” la mayor cantidad de habitantes posibles dentro de los territorios imperiales. En realidad, en cuanto a decidir quiénes eran ciudadanos y quiénes no, la Constitución se atuvo a las formas en que los diversos pueblos establecían en lo cotidiano sus formas de representación y reconocimiento. Es decir que la vecindad local daba forma a la ciudadanía gaditana (Arts. 18-26). Casi literalmente, la Pepa estipulaba que quienes fuesen conocidos como “vecinos” (esto es: personas arraigadas claramente a sus contextos locales, reconocidos por sus pares como gentes de “buen nombre”, artesanos, trabajadores urbanos, indígenas, algunas mujeres y “padres de familia”) serían reconocidos directamente como ciudadanos: “Art. 18. Son ciudadanos aquellos españoles que por ambas líneas traen su origen de los dominios españoles de ambos hemisferios, y están, avecinados en cualquier pueblo de los mismos dominios”.[3]

A esta ampliación de la base social de la nación española, la Constitución añadió capacidades electivas que modificaron las viejas formas de administración territorial, la aplicación de la justicia jurisdiccional y el poder de los viejos cabildos urbanos. Esto se produjo porque, además de reconocer en la voz “ciudadano” una variedad de actores sociales e identidades culturales, fijó una base mínima de 1000 almas capacitadas para establecer un ayuntamiento constitucional para realizar elecciones. De modo que poblaciones que estaban bajo el control administrativo y jurisdiccional de las ciudades mejor constituidas y sus cabildos, podían ahora estableccer sus propios espacios de representacion. La historiadora Federica Morelli llama a este proceso “diseminación de la ciudadanía”; en poco tiempo, espacios territoriales como el Ecuador experimentaron la apertura de un significativo número de ayuntamientos que fragmentaron la hegemonía territorial de las ciudades regionales más grandes (como Quio, Guayaquil y Cuenca).[4]

La constitución gaditana favoreció la creación de espacios de representación en pueblos que tuviesen un número menor a mil almas. Estos pueblos podían “agregarse” o sumarse a otros para llegar al número ideal y, aunque no llegasen, bien podían elegir uno o dos electores. Para esto, la Constitución estableció la parroquia como base fundamental electiva (Arts. 35-58).[5] Se crearon juntas electorales parroquiales, de partido y de provincia.

El voto establecido por la Constitución de Cádiz fue indirecto. Sobre el número de almas de cada parroquia se elegía un elector por cada 200 vecinos (Art. 38), pero esta reglamentación era muy flexible: poblaciones que llegasen solo a 15 vecinos ya podían tener un elector, y si llegaban solo a 100 podían agregarse a otra parroquia. En cambio, si no llegaban a 400 pero sí a 300 ya podían tener dos electores. El sistema favorecía la agregación de poblaciones y el que estos espacios en los que se originaba la elección tuviesen la capacidad electoral más amplia (Arts. 39-40). Los vecinos-ciudadanos votaban por electores (llamados compromisarios para las poblaciones más pequeñas) quienes, a su vez, elegían a otros los cuales, finalmente, estaban en capacidad de definir la representación del reino. Las juntas electorales de parroquia funcionaban de modo semejante a los actuales colegios electorales.

Los comicios de Guayaquil

La proclamación de independencia de Guayaquil –9 de octubre de 1820–, así como el cónclave convocado para dedicir la anexión de la provincia a la República de Colombia casi dos años después –28 de julio de 1822–deben incluirse dentro de la genealogía electoral ecuatoriana. En ambos casos, el gobierno constituido como junta para responder a la crisis imperial y para decidir por la integración entre una de las dos colosales repúblicas en gesación –Colombia y Perú– o de la constitución de un ensayo republicano autónomo, demuestra que las prácticas electorales en la provincia estaban muy enraizadas. La convocatoria realizada por los representantes de Guayaquil promovió elecciones de representantes en todos los partidos (pueblos), con miras constituir un cónclave que tuviera la capacidad y legitimidad suficientes para que la anexión o creación de una república propia dependiera del pronunciamiento mayoritario de sus delegados.[6]

Aun cuando se trató de un plebiscito hasta cierto punto tutelado por los ejércitos de Bolívar, que se combinaron con sectores sociales favorables a la causa colombiana, para revestir los actos efectuados por el Colegio Electoral de Guayaquil con simbología bolivariana,[7] la expresión de la voluntad de la provincia expuso formas de representación y decisión políticas por las cuales la incorporación de la región emanó de la voluntad de sus habitantes. Estas expresiones combinaban la práctica del consentimiento (proveniente de la cultura política del Viejo Regimen) con los mecanismos electorales proporcionados por el constitucionalismo gaditano.

Elecciones y asambleísmo resolutivo

Volvamos al principio. Los quiteños congregados para la instalación del colegio electoral de Quito debían votar según los parámetros del reglamento impuesto por Bolívar, dada la urgente necesidad de que los departamentos del Distrito del Sur eligieran a los diputados al Congreso de la República –que se reunía anualmente en Bogotá– y pudieran renovar con votos a sus representantes municipales. Pero la ciudadanía definida por la Constitución de Cúcuta, si bien siguió los parámetros de la Constitución de Cádiz, añadió criterios de carácter censitario; esto es, que el ciudadano debía percibir una renta mínima de 300 pesos.[8] Con lo cual el concepto empezaría a reflejar formas de segregación social.

Las elecciones duraron varios días, el padrón utilizado se alimentó de viejos padroncillos levantados en su momento por las autoridades borbónicas con propósitos fiscales, así como de actas de nacimiento y de defunción conservadas por curas párrocos. Tal como se estableció el censo constitucional para las elecciones gaditanas.[9] Los votantes se acercaban a la mesa ocupada por los miembros del colegio electoral y “cantaban su voto”; esto quiere decir que lo pronunciaba en voz alta para que el secretario de la junta lo anotara en un acta.

Las leyes y reglamentos electorales promulgados en el tránsito de la crisis imperial hacia la independencia (y de ahí a los primeros ensayos republicanos en el Ecuador) modernizaron las formas en que se constituyeron los regímenes representativos. Pero no fueron los únicos recursos para dar legitimidad a la voluntad popular. La cultura electoral se imbricó con la de los pronunciamientos colectivos efectuados mediante asambleas de deliberación y resolución, que fueron usados como recurso decisorio ante crisis de políticas o para constituir poderes republicanos en circunstancias de contingencia. Estas formas de pronunciamiento organizadas sobre la base de convocatorias de cabildos o asambleas municipales ampliadas (que reunían una representación significativa y estamental locales) promulgaban sus decisiones en bandos y actas que se sumaban a las de otras localidades en pro de resoluciones de alcance más amplio. Se trataba de una expresión de la soberanía popular que acrecentaba en su legitimidad al sumarse a otros pronunciamientos. Un ejemplo del empleo de este mecanismo de representación se encuentra en las manifestaciones en varias ciudades en los distritos del Norte (Venezuela) y Sur (el actual Ecuador) en 1826, ante la crisis política provocada por la descalificación del caudillo José Antonio Páez, y por causa de las demandas por adelantar los plazos para la reforma de la Constitución de Cúcuta.[10]

En ambas ocasiones, bandos y actas locales decidieron los derroteros de la república de Colombia hacia la convención de Ocaña, luego de la cual la ruta de la disolución del colosal proyecto promovido por Bolívar tocó a su fin. La búsqueda por la creación del régimen representativo republicano en el Ecuador se sostuvo tanto en la reglamentación de la soberanía popular mediante votos; como en el empleo del asambleísmo resolutivo como manifestación contingente de la voluntad popular tramitada por cabildos y cuerpos municipales.

El 13 de mayo de 1830 (en la misma sala principal de la Universidad Santo Tomás en la que Sucre inauguró las primeras elecciones republicanas de la provincia de Quito), oficiales municipales, representantes de las corporaciones citadinas y padres de familia se pronunciaron por la desasociación de la República de Colombia, declararon caducados los términos de su incorporación consagrados en el acta del 26 de mayo de 1822 y confiaron el poder al general Juan José Flores mientras se convocaba una Convención Nacional que pudiera constituir una entidad republicana nueva y darle sus leyes.[11] El pronunciamiento de los padres de familia de Quito fue seguido por actas resolutivas promulgadas por cónclaves semejantes en Guayaquil, Cuenca y Loja, cabeceras provinciales que tendrían una representación equitativa en la Convención Nacional realizada en Riobamba entre agosto y septiembre de 1830 (7 diputados cada una, elegidos indirectamente).[12]

Continuidades

Para analizar elecciones, la historiadora Hilda Sabato recomienda estudiar a fondo leyes y reglamentos que moldean los mecanismos formales de trámite de la soberanía popular, y cotejarlas con sus prácticas: qué parámetros son los que rigen la votación, quiénes votan, cómo lo hacen, bajo qué criterios y de qué recursos se valen para reflejar en ellos son preguntas clave al momento de considerar los caminos que tomaron las repúblicas en la constitución de sus regímenes representativos, quiénes son electos cómo se establece la representación.[13]

Ese escrutinio sirve, además, como recurso analítico para considerar de qué maneras y bajo qué tipo de circunstancias la ciudadanía amplió sus bases legales para incorporar a nuevos grupos sociales dentro del imaginario de la república y la participación política (como mujeres, indígenas y población afrodescendiente). El cotejo de normas versus prácticas es útil también para comprender las maneras en que los parámetros legales fueron empleados o interpelados en sus capacidades efectivas de traducir las demandas sociales sobre la participación y el acceso a la democracia.

Otro aspecto tiene que ver con la imbricación entre formas electorales y resolutivas de manifestación de la voluntad popular; pues el advenimiento de los reglamentos y leyes electorales no suplantó las formas espontáneas de “juntarse y decidir” ante crisis políticas o conmociones sociales. Un recurso de deliberación y decisión que funciona hasta hoy, intermediado casi siempre por la institución del cabildo, aun cuando las leyes republicanas elaboradas con afanes centralizadores procuraron desde el inicio limitar las capacidades de deliberación política de los concejos municipales, limitando sus funciones a la administración de la vida local.

 

* Este texto es una síntesis de una investigación de mayor envergadura que rastrea las primeras elecciones republicanas en el Ecuador, en el contexto de la Gran Colombia.

[1] Ángel Rafael Almarza, “Convocatoria, alocución, reglamento y elecciones al Segundo Congreso de Venezuela”, en Los inicios del gobierno representativo en la República de Colombia, 1818-1821 (Madrid: Marcial Pons / Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2017), 39-69.

[2] “Constitución política de la monarquía española. Promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812”. http://www.cepc.gob.es/docs/constituciones-espa/1812.pdf?sfvrsn=2

[3] Ibíd.

[4] Federica Morelli, Territorio o nación. Refoma y disolución del espacio imperial en Ecuador (1765-1830), trad. Antonio Hermosa Andújar (Madrid: CEPC, 2005).

[5] “Constitución política de la monarquía española”.

[6] “Actas del colegio electoral, convocado para el 28 de julio de 1822”, en Memorias del general O’Leary, edición facsimilar (Caracas: Imprenta de “El Monitor”, 1883), 343-346.

[7]  David J. Cubitt, “Anexión de la provincia de Guayaquil. Estudio del estilo político bolivariano”. Revista del Archivo Histórico del Guayas, n.o 13 (1978): 5-27.

[8] “Constitución de la República de Colombia (1821)”, en Cuerpo de leyes de la República de Colombia (Bogotá: Imprenta por Bruno Espinosa, 1822), 7-44.  https://babel.hathitrust.org/cgi/pt?id=mdp.35112103567543&view=1up&seq=13.

[9] Santiago Cabrera Hanna, “Ciudadanía, representación política y territorio en la audiencia de Quito: entre el Pacto Solemne de 1812 y el censo poblacional de 1813”. Memoria y Sociedad, Vol. 20, n.o 41 (julio-diciembre 2016): 109-127.

[10] Santiago Cabrera Hanna, “La ‘soberanía primitiva’ y las proclamas de los municipios en el Distrito del Sur durante la crisis de la Gran Colombia de 1826”. Historia Crítica, n.o 71 (2019): 3-23.

[11] Francisco Ignacio Salazar, “Introducción”. En Actas del Primer Congreso Constituyente del Ecuador (año de 1830) precedidas de una Introducción Histórica por Francisco Salazar (Quito: Imp. del Gobierno, 1893), IV-XI.

[12] Salazar, Actas del Primer Congreso…

[13] Hilda Sabato, Pueblo y política. La construcción de la república (Buenos Aires: Capital Intelectual, 2005).

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1 Comments

  1. Eduardo Polit marzo 28, 2021

    Desde 1979, a continuación del populismo, se confirma la “delincuencia de Estado”, que llega a su máxima expresión con la tal revolución siglo XXI, producto del fraude del candidato que inventa artimañas para que el electorado caiga en la trampa. Hemos requerido de 200 años para llegar a la misma conclusión de Platón hace 2.400, cuando exclamó sus dudas contra la democracia que dio pábulo al “pueblo” que condenó a muerte a Sócrates.
    El uso y abuso del sistema democrático se ha perfeccionado con el dinero robado por los delincuentes de Estado, que empapelan el país y atiborran las redes sociales, para que la opinión pública reclute gobernantes putrefactos; que en el poder confiscan justicia y leyes a su antojo. Además, declaran con lirismo que son de extrema izquierda para contar con el respaldo internacional de sus congéneres que ostentan la propiedad imprescriptible e inalienable de los “derechos humanos”. Colofón: la democracia fallida, sin despeinarse siquiera, cede su lugar a la tiranía.

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