México está de luto y todo el que ha conocido de la tragedia también. Fue un hecho de dimensiones inconmensurables. Un chico de 15 años sacó un revolver calibre .22 en plena clase y disparó contra sus compañeros y su profesora, sin mediar motivo alguno. Solo sacó el arma y disparó y después se disparó en la sien primero y después en la barbilla. La primera vez falló, porque había descargado el revólver, la segunda cayó ensangrentado. Murió horas después.
Mucho se puede decir sobre ese hecho ocurrido en Monterrey y mucho se ha dicho, como que es la influencia de lo que ocurre en los países llamados desarrollados, donde cada cierto tiempo las balaceras en los colegios pasan a ser sucesos casi rutinarios, que ya no sorprenden. O que es la influencia de las redes sociales donde, a veces también, se destila odio y violencia que está a vista y paciencia de quien tenga un teléfono inteligente o una simple laptop.
Fueron 35 segundos de terror de los que nunca se sabrá qué pasaba por la cabeza del chico que comenzó a disparar antes de suicidarse. Las autoridades ya comenzaron a hablar sobre la revisión de las mochilas de los chicos antes de entrar a los colegios, sobre el control de los programas de televisión violentos. De prohibiciones y más prohibiciones. Comenzaron a hablar de más controles y controles como si eso solucionara todo. Como si eso cambiara todo.
Las teorías conspirativas tampoco tardaron en aparecer. Las conspiraciones, después de todo, siempre han ayudado a lavar nuestras culpas, nuestros silencios, nuestras omisiones, para así evitar preguntarnos ¿cuál es la narrativa que estamos tejiendo en nuestro entorno?
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