Siglos, sangre, sudor y lágrimas ha costado a diversas sociedades a lo largo y ancho del planeta instaurar en sus sistemas democráticos el derecho al voto universal, conquista que hace realidad la participación popular directa; primero favoreció a hombres con ciertos privilegios, pero más adelante, también a la mujer. Votar es decidir, la vida misma se forja a golpe de decisiones; precisamente, el próximo 11 de abril tomaremos una de las más trascendentes de la historia ecuatoriana.
El voto suele ser emocional, pero más bien debe ser pensado con cabeza fría, reconociendo de inicio que tal vez nunca tendremos como opción al candidato perfecto, de allí que correspondería evaluar analítica y profundamente el nivel de coincidencias con sus propuestas, valores y principios, ideas e intereses. Votar a conciencia también podría hacer la diferencia entre realizar a futuro oposición e incluso resistencia, con garantías y tolerancia o, sin ellas. También será determinante indagar quiénes rodean al candidato, el equipo de trabajo; con razón el poeta y cantautor Leonard Cohen dijo: “A veces, uno sabe de qué lado estar simplemente viendo quiénes están del otro lado”.
Según nuestra ley, el voto nulo y el blanco no son válidos, es decir, no suman a ninguna candidatura, y matemáticamente, es muy difícil que superen los votos válidos al punto de anular la elección. El voto nulo da la impresión de inmovilismo, de mirar para otro lado; mientras que, votar positivamente por alguna candidatura envía una señal inequívoca e impulso para decantar algo, como remover un dique y al hacerlo liberar una fuerza generadora de cambios.
La época actual es muy sombría, demanda utilizar el voto con lucidez; sufragar es una responsabilidad cívica individual, esencia del sistema democrático. Tenemos un derecho poderoso para definir el camino de la vida nacional, no renunciemos a la que tal vez sea la más portentosa herramienta para transformar la realidad. (O)
Texto original publicado en El Telégrafo
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