En el siglo XVII el escritor mercedario Alonso Remón estaba preocupado por los atributos de quienes conducían el Estado español: ¿qué debía leer el gobernante para cumplir adecuadamente su función? Remón piensa que el monarca de turno siempre está ocupado con demasiadas actividades que le impiden leer detenidamente; por eso le sugiere, sobre todo, lecturas sustanciales de historia. Además, debido a esta falta de tiempo de los hombres que se entregaban a la vida pública, sugirió que lean libros cortos que, en pocos capítulos o páginas, les provean parte de la información útil y necesaria para su trabajo.
En esa época se creía que la lectura profesional –la que no era solo resultado de haber aprendido a leer y escribir, o de mostrarse con un libro en la mano, sino la que se aprovechaba propositivamente de lo leído– era una obligación del gobernante para adquirir claridad y fuerza en su mandato. La creencia de que un dirigente político deba estar “preparado”, ser instruido o tener títulos universitarios ha sido, en nuestra cultura, elemento para valorar a un político; aunque, si juzgamos, en general, los perfiles de los dieciséis candidatos presidenciales y de los miles de aspirantes a asambleístas, esto ya es menos relevante.
Cada vez que escucho a un candidato que confunde el significado de los adjetivos, que no sabe concordar los tiempos verbales de una frase, que recurre a lugares comunes, que levanta la voz para dar la impresión de que sus propuestas son contundentes, o que dice “ecuatorianos y ecuatorianas”, no puedo dejar de preguntarme si esa persona mantiene el hábito de leer. Porque la lectura nos acerca a nosotros mismos, cualquiera que sea el texto que leamos, pues el sentido final es mirarnos en lo que leemos, sea economía, ecología o poesía. Y los libros son divertidos, inteligentes, dan serenidad, enseñan e invitan a conocernos.
No estoy diciendo que apenas se lea un libro –y menos en un político, cuya cabeza está centrada en la política– ya se alcance la claridad meridiana para emprender una tarea. Estoy sugiriendo que los libros pueden ser compañeros que nos forman porque, más que hablarnos del mundo exterior –que también lo hacen–, se dirigen a nuestro interior (hay excepciones, ciertamente, en esta contienda electoral: César Montúfar no solo que lee libros, sino que los escribe bien). No sería mala idea saber qué han leído y qué están leyendo los candidatos; aunque, si las respuestas son verdaderas, enterarnos de esto podría ser decepcionante.
Remón, amigo cercano de Lope de Vega, en Entretenimientos y juegos honestos y recreaciones cristianas, para que en todo género de estados se recreen los sentidos sin que se estrague el alma (1623), pide que los libros, al gobernante, “le refieran en pocos renglones lo que pasó en muchos años, o les propongan en pocas hojas muchos ejemplos, o les adviertan de muchos secretos y curiosidad en pocos capítulos”. La lectura guía y a veces da salidas. En Laberinto político manual (1626), de Remón, el libro es una atalaya, un lugar estratégico desde el cual se abarca todo el horizonte. A lo mejor, también, hasta se podría ver la salida del laberinto. (O)
Texto Original en El Universo
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