Quien llegaría a convertirse en el economista más influyente del siglo XX y sentaría las bases de la macroeconomía moderna estaba exhausto. Llevaba unas 24 horas viajando desde Francia, después de asistir a la que debe haber sido una de las subastas de arte más peligrosas de la historia.
Por fin había llegado a la emblemática finca Charleston, que era sitio de reunión del círculo de Bloomsbury, el grupo de intelectuales que tuvo gran influencia en la literatura, arte y política en el siglo XX. “Si quieren bajar a la carretera, encontrarán un Cézanne justo detrás de la verja”, anunció John Maynard Keynes al entrar a Charleston Farmhouse, en el sur de Inglaterra, en medio de la noche del 28 de marzo de 1918.
Su excéntrico saludo estaba dirigido a un grupo de amigos que eran parte de ese legendario clan, que se dedicaba al pensamiento y al amor libre y, como Keynes mismo más tarde lo expresó, a “la creación y el disfrute de la experiencia estética“.
Pero, por qué había dejado entre unos matorrales al lado de un camino en el sur de Inglaterra una invaluable obra del pintor francés posimpresionista Paul Cézanne, considerado el padre de la pintura moderna.
Todo había empezado unos días antes cuando el pintor Duncan Grant se enteró de que en París estaba por venderse la vasta e impresionante colección de arte de Edgar Degas, el gran pintor impresionista que había muerto un año antes.
En tiempos de guerra e incertidumbre, con los alemanes acercándose a Francia, era una oportunidad única para adquirir obras para la National Gallery y Grant sabía quién podía asegurarse de que fuera aprovechada: su amigo Keynes.
Poco antes de que estallara la Primera Guerra Mundial en 1914, cuando tenía 31 años, el gobierno británico lo había citado pues estaba urgido de su talento. Lo que se venía no iba a ser fácil. Reino Unido tendría que financiar la guerra y prestarle mucho dinero a Francia y otros aliados para evitar que colapsaran.
Dedicado a su tarea de asesor, Keynes llevaba ya cuatro años “en contacto diario con las inmensas ansiedades” y tratando de resolver “imposibles requisitos financieros“, como escribiría más tarde.
La idea de Grant, aunque a primera vista pareciera lejana a esas preocupaciones y a su perfil, estaba hecha a su medida.
Es cierto que lo primero que se te viene a la mente al pensar en Keynes no es precisamente arte.
Más bien, quizás, su desafío a la ortodoxia reinante de que los mercados libres generan pleno empleo, argumentando que el Estado tiene un papel que desempeñar para ayudar a moderar los cambios del ciclo económico.
O el hecho de que ayudó a fundar tanto el Banco Mundial como el Fondo Monetario Internacional.
Pero, además de brillante economista, era también, entre otras cosas, amante del arte.
Y un ávido y astuto coleccionista que le dejó un legado de 135 obras a la Universidad de Cambridge, entre ellas esa que dejó tirada en un matorral en medio de la campiña inglesa.
Así que cuando Grant le solicitó que persuadiera al Tesoro británico para que liberara fondos para comprar pinturas, conjugó su misión con su pasión.
La subasta iba a ser pronto así que no había tiempo que perder. Keynes trabajó -como recordaría después- “23 de las últimas 35 horas” para trazar y lograr que fuera aprobado su brillante plan: un canje de deuda por capital.
Tanto Reino Unido como Estados Unidos le habían otorgado sendos préstamos a Francia, que probablemente no iba a poder pagar y, así lo hiciera, la debilidad del franco frente a la libra esterlina era alarmante, de manera que las pérdidas serían considerables.
En lugar de extender otro préstamo a Francia, propuso Keynes, los británicos podrían inyectarle dinero en efectivo a la devastada economía francesa comprando obras maestras artísticas. Así, reemplazarían efectivamente una deuda incobrable con cuadros cuyo valor aumentaría con el tiempo.
Consiguió todo lo necesario para convencer al ministro de Hacienda británico, Andrew Bonar Law, quien -según Keynes- comentó que era la primera vez que lo veía “a favor de hacer cualquier gasto”, pues su trabajo lo obligaba a contar cada moneda para poder financiar la guerra.
Con el dinero en el bolsillo y la compañía de Charles Holmes, director de la Galería Nacional, finalmente llegó a París y, el 26 de marzo a las dos de la tarde, a la subasta que se celebró bajo el techo de cristal de la Galería Georges Petit.
A las tres de la tarde, “un bum sordo sonó fuera, como si hubiera caído una pequeña bomba“, escribió Holmes en sus memorias. Asustados, algunos compradores se fueron.
A las 3:15, cuando las pinturas más importantes estaban a punto de ser ofrecidas, otra explosión sacudió el vecindario. Era el estruendo de los proyectiles disparados por un supercañón alemán a 130 kilómetros de distancia.
Más postores huyeron, los precios se desplomaron y Holmes y Keynes lograron comprar obras extraordinarias como la masiva Ejecución de Maximiliano de Édouard Manet, un retrato hecho por Eugene Delacroix, una campiña romana de Jean-Baptiste Camille Corot, la pequeña pintura Edipo y la Esfinge de Jean Auguste Dominique Ingres y el Jarrón con flores de Paul Gauguin.
No obstante, cuando llegó el momento de ofrecer por una pintura de Cézanne, Holmes se negó.
Aunque para entonces el espinoso pintor ya había sido reconocido, al menos por algunos críticos, como un verdadero revolucionario que anuló las reglas de la pintura y las teorías convencionales del color, y era una inspiración para los artistas, todavía los museos se resistían a colgar sus obras.
Horrorizado, Keynes adquirió la obra con su propio dinero, así como otros tres cuadros de Delacroix and Ingres que añadió a su colección privada.
Al final de la subasta, a los intrépidos coleccionistas de arte abordaron un tren repleto de parisinos que huían del bombardeo alemán. Desde Boulogne, cruzaron el agitado Canal de la Mancha, en alerta máxima por minas y torpedos alemanes.
En el camino, se les unió el diplomático Austen Chamberlain, quien ofreció llevar a Keynes hasta la aldea de Charleston.
Para su infortuna, el auto gubernamental de Chamberlain se atascó en el barro así que a Keynes, agotado por el largo viaje, no le quedó más remedio que caminar un kilómetro hasta llegar a donde sus amigos estaban cenando, habiendo dejado el Cézanne a la vera del camino, bajo los setos.
“Maynard regresó repentina e inesperadamente tarde por la noche… ¡y dijo que había dejado un Cézanne al borde del camino!”, le contó en una carta la artista Vanessa Bell al pintor y crítico Roger Fry. “Duncan (Grant) se apresuró a buscarlo y te podrás imaginar cuán emocionante fue todo“.
Unos años antes, otro de los presentes esa noche, el esposo de Vanessa y crítico de arte Clive Bell, había escrito que “Cézanne es el Cristóbal Colón de un nuevo continente de forma”.
Pero era difícil ver su obra en vivo y de cerca.
Ahora, ahí estaba: una pequeña pintura, titulada Pommes (“Manzanas”), del artista que había declarado que quería“asombrar a París con una manzana” y lo había logrado.
Era “realmente asombrosa y es muy emocionante tenerla en la casa”, escribió Vanessa Bell. “Es extraordinariamente sólida y viva”. Esa vivacidad la notó su hermana, la escritora Virginia Woolf, cuando, unos días después, vio la pintura de Cézanne en su casa en Londres.
“Lo llevamos a la habitación contigua y ¡cómo deslució las otras imágenes que había ahí!, como si pusieras una piedra preciosa real entre otras falsas; el lienzo de las otras parecía raspado con una fina capa de pintura barata”, escribió en su diario.
“Todos nos regodeamos con esas manzanas… Cuanto más tiempo las miras, más grandes, pesadas, verdes y rojas se vuelven“.
La peculiar manera en la que llegaron a Inglaterra esas manzanas de Cézanne que embelesaron al círculo de Bloomsbury inspiró mas tarde el título de una colección de reminiscencias sobre Bloomsbury llamada Un Cézanne en el seto.
En ella, Quentin Bell, el hijo de Vanessa y Clive Bell y sobrino de Virginia Woolf, señaló que en el lugar “debería haber algún pequeño monumento, un pequeño obelisco, un pilar o al menos una publicación”.
“Después de todo, no puede haber muchos otros setos ingleses que hayan albergado a un Cézanne”.
BBC Mundo
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