Evo Morales entró a gobernar Bolivia en 2006, para un período de cinco años. En ese entonces la Constitución boliviana ni siquiera contemplaba la reelección, tras una serie de movidas, que incluyó el desconocimiento de un referendo, participó en unas elecciones para un cuarto mandato, al más puro estilo de su admirado Hugo Chávez, que solo la muerte le obligó a dejar el poder después de suplicar a Dios vida para seguir…
El domingo 20 de octubre, en la noche, todo daba a entender que a Morales no le alcanzaba para ganar en primera vuelta, porque no tenía los 10 puntos de diferencia para evitar el temido balotaje. Un misterioso apagón de 24 horas en el sistema de escrutinio fue suficiente para que esos diez puntos llegaran como por arte de magia. Algunas autoridades del Tribunal Supremo Electoral renunciaron. Y la oposición denunció fraude.
¿Cómo Morales pudo obtener esos diez puntos si apenas hace tres años, el 21 de febrero de 2016, tras una década en el poder perdió una consulta sobre la reelección indefinida, la que deseaba instaurar en Bolivia siguiendo el libreto de su admirado Hugo Chávez, a quien levantó un monumento en 2103. Un monumento como el que el expresidente Rafael Correa hizo instalar en Quito, en la Mitad del Mundo, del expresidente Néstor Kirchner. Si algo caracteriza al eje bolivariano es su narcisismo.
Byung-Chul Han, el célebre filósofo surcoreano, el ídolo de las llamadas nuevas izquierdas antineoliberales, anticonsumo, ha dicho que ser observado hoy es un aspecto central de ser en el mundo, un aspecto que en el narcisista se convierte en problema porque es ciego a la hora de ver al otro y sin ese otro uno no puede producir por sí mismo el sentimiento de autoestima.
“Cuanto más iguales son las personas, más aumenta la producción; esa es la lógica actual -dice Han-; el capital necesita que todos seamos iguales, incluso los turistas; el neoliberalismo no funcionaría si las personas fuéramos distintas”. Pero lo mismo aplica para el socialismo del siglo XXI. Es un sistema que necesita robots, personas iguales que idolatren un mismo ídolo, ya sea producto de los ídolos de la tribu, de la caverna, del foro o del teatro de los que ha tratado Francis Bacon. Los prejuicios que la izquierda marxista-leninista-estalinista transformó de la noche a la mañana en ideología.
Ni Chávez, ni Morales ni Lula ni Correa lograron homogenizar a la sociedad, pero sí homogenizar los fantasmas, los enemigos, porque se creen más allá del bien y el mal. Cuando están más cerca del mal, de los canallas a los que se refería Antonio Aguirre, el más destacado lacaniano en Ecuador.
Morales ya perdió. Perdió legitimidad en 2016 y ahora sus gritos de golpe de Estado no hacen más que ratificar esa derrota. El eje bolivariano se va volviendo contra sus propios fantasmas. Las dos estatuas, la de Chávez y la de Kirchner, han sido derribadas en diferentes circunstancias, pero con la misma indignación.
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