El aterrizaje de las dos aeronaves rusas, un Antonov An-124 y una aeronave de pasajeros Ilyushin Il-62, el sábado en el aeropuerto de Maiquetía, a las afueras de Caracas, causó revuelo solo en la oposición venezolana. El martes Rusia reconoció el envió de militares a Venezuela. La portavoz del Ministerio de Exteriores, María Zajárova, dijo que la presencia de especialistas de Rusia en suelo venezolano se debe a un acuerdo de cooperación técnico-militar” firmado hace años entre Rusia y Venezuela.
En diciembre, Moscú envió a Caracas dos cazas rusos con capacidad nuclear. Y el Kremlin ha seguido firmando acuerdos de colaboración con el régimen de Nicolás Maduro; los últimos el pasado día 2 de marzo, cuando la segunda después de Maduro, Delcy Rodríguez, anunció que trasladaría las oficinas europeas de la petrolera estatal PDVSA de su sede actual en Lisboa a Moscú.
Lo que sorprende es el silencio ante estos hechos de todos quienes han condenado una posible intervención militar de Estados Unidos en Venezuela, de esa izquierda que se rasga las vestiduras contra el imperio del norte, pero agacha la cabeza ante e imperio ruso.
Una intervención militar de terceros en un país soberano siempre será cuestionable, no solo por los costos para la población civil, sino porque siempre las consecuencias serán impredecibles no solo para el país en el que se interviene sino para toda a región que ya vive la tragedia de lo que fue el socialismo del siglo XXI. Una tragedia inhumana. Pero es Maduro y el régimen chavista el que ha comenzado a jugar a la guerra con el apoyo de Rusia, como si sus acciones fueran a pasar desapercibidas. Una guerra que podría ponerlo directo ante los tribunales de la Corte Penal Internacional.
Maduro ya sin fuerzas para sostenerse en el poder, acorralado por el congelamiento de las cuentas de quienes le sostienen en el poder, recurre a estrategias desesperadas. Sus acciones solo demuestran que sería capaz de pedir ayuda al mismo Kim Jong-un para evitar traspasar el poder de manera pacífica a alguien que no sea su esposa o su hijo, mientras la izquierda latinoamericana, esa que va de compras a Miami cuando no está cantando loas al Che Guevara, Fidel Castro, Stalin o Pol Pot, calla.
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