Nada de reformas, ni siquiera su derogación. Nada de disculpas públicas desde el Estado ni mea culpa alguna. Disculpas ni siquiera a sus mayores afectados, los que jugaron su capital personal y financiero por esa idea de libertad de expresión arraigada en una forma de ver la vida, de creer en lo que la gente llama democracia que es su derecho a defender hasta en lo que no están de acuerdo, porque entienden que en el debate de ideas no se impone el grito ni el insulto y menos aún la mediocridad, el sinónimo de esa Ley de Comunicación tan defendida por quienes nunca conocieron una redacción. El correísmo debería quedarse con su Ley de Comunicación como un trofeo vigente por los años de los años y los siglos de los siglos venideros que creían iban a permanecer en el poder. Es su trofeo, después de todo. El trofeo para hacer creer que el periodismo es servilismo y las empresas de comunicación inútiles porque el Estado puede financiar todo. Esa Ley, después de todo, le servirá a otro gobierno, cualquiera, para hacerles linchamiento mediático. Serán víctimas, sin dudarlo, de su propio Leviatán. Adelante señores asambleístas del correísmo y de la oposición, dejen como está esa Ley de Comunicación, sin parches para que la información relevante sea el periodismo deportivo o el fitness en lugar del periodismo de farándula.
El periodismo no se hace por leyes. Se hace en un marco legal vigente para todos, sin dedicatorias, donde no hay dioses, solo personas de carne y hueso que cuentan hechos después de un largo proceso de verificación. Es lo que llaman credibilidad. Su capital.
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