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El cine ha perdido a dos grandes, la francesa Jean Moreau y el norteamericano Sam Shepard.

lunes, julio 31, 2017
Sam Shepard interpretó en la vida multitud de papeles que difícilmente se dan en una misma personalidad: rockero, cowboy, actor marginal del teatro off-off Broadway o de grandes producciones de Hollywood, guionista y dramaturgo de gran calado y rigor, o narrador de extraordinaria precisión en obras como sus fragmentarias y emotivas Crónicas de motel (1982).
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La que ha sido una de las más grandes figuras del cine francés, si no la mayor, a la que muchos siguen considerando icono de la nouvelle vague ha fallecido a los 89 años de edad. Sin embargo, reseña El País, Jeanne Moreau ha volado mucho desde los tiempos de las inolvidables Ascensor para el cadalso o Los amantes (Louis Malle, 1958), Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959), por pequeña que fuera su participación, Las relaciones peligrosas (Roger Vadim, 1959), Moderato cantabile, junto a Jean Paul Belmondo (Peter Brook, 1960), la escalofriante Diálogos de carmelitas (Philippe Agostini, 1960), o su fascinante encarnación de la Catherine de Jules y Jim (Truffaut, 1962), en la que el poder mágico de su sensualidad acaparó la pantalla fascinando con aquella sonrisa amplia y fresca.

Tiempo después, ella recordaba con buen humor que también había quienes no habían caído admirados ante su personalidad y que para halagarla le decían que les recordaba a Bette Davis: “Pero como yo no aguantaba a Bette Davis”, respondía, “cuando me muera quiero que escriban en mi tumba que fui amante de Jules et Jim”.

Jules y Jim fue, desde luego, una de sus grandes películas, y aunque también trabajó en teatro y dirigió ópera, el cine fue su reino. Con Orson Welles a quien admiraba, intervino en El proceso (1962), Campanadas a medianoche (1965), y Una historia inmortal (1968). Y trabajó para Luis Buñuel en El diario de una camarera (1964): “Yo le llamaba “mi papa español” y él me decía; “Si llego a ser tu padre te habría tenido atada y entre rejas”. Y trabajó para Antonioni en La noche (1961), donde coincidió con Marcello Mastroianni a quien tras su muerte dedicó una bella declaración de amor en una película breve de Theo Angelopoulos.

“Actuar es transmitir vida”, decía.

Al mismo tiempo el mundo conocía la muerte de Sam Shepard, uno de los dramaturgos estadounidenses más prolíficos e idiosincráticos de la segunda mitad del siglo XX. Falleció ayer en su casa de Kentucky a los 73 años a causa de complicaciones derivadas de la parálisis lateral amiotrófica (ELA) que padecía desde hacía tiempo. Autor de más de 40 obras de teatro, Shepard obtuvo el Premio Pulitzer en 1979 con El niño enterrado, primera parte de su celebrada Trilogía de la familia.

Fue nominado a un Oscar como mejor actor de reparto por su papel en Elegidos para la gloria, de Philip Kaufman, en 1983. También trabajó con Terrence Malick, Volker Schlondorff, y Ridley Scott. Una de sus contribuciones más celebradas fue su trabajo como co-guionista de Paris, Texas, dirigida por Wim Wenders en 1984. “No hay nadie que escriba diálogos como él ni tampoco hay nadie que logre hacer visible como él la América oculta”, afirmó Wenders a propósito de su colaboración. Shepard también trabajó con Antonioni como guionista de Zabriskie Point.

Las palabras que empleó a propósito de Bob Dylan en su crónica de la gira que hizo el cantante por Estados Unidos en 1975 son perfectas para caracterizarlo a él, destaca El País: “El mito es un medio en extremo poderoso porque va dirigido a las emociones y no a la cabeza. Nos arrastra al ámbito del misterio”.

En su caso, el misterio estribaba en su capacidad para arrancar de la realidad personajes arrastrados por la fuerza de lo legendario y situarlos en la inmediatez desgarrada del escenario.

Sam Shepard interpretó en la vida multitud de papeles que difícilmente se dan en una misma personalidad: rockero, cowboy, actor marginal del teatro off-off Broadway o de grandes producciones de Hollywood, guionista y dramaturgo de gran calado y rigor, o narrador de extraordinaria precisión en obras como sus fragmentarias y emotivas Crónicas de motel (1982).

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