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David Foster Wallace. Y su cada vez más vital espectro (su cuerpo nacido en 1962, su alma estrenada en 2008, previo veloz trámite de suicidio) reaparece sosteniendo en sus manos las sagradas escrituras de la novela por la que es más y mejor recordado y, tal vez, peor comprendido y más apresuradamente inmortalizado, reseña diario El País.
La broma infinita, publicada en 1996, aquí y ahora, figurando en toda lista sobre los hitos jóvenes del fin/comienzo de milenio literario (junto a American Psycho, de Bret Easton Ellis, quien considera a Wallace un farsante sobrevalorado). La broma infinita no pasa de moda porque es una moda en sí misma, y en la web Literary Hub (http://lithub.com/infinite-jest-around-the-world/) puede seguirse su tránsito sin fronteras. Uno de esos libros que permanecen, incluso aunque ni se los abra, en mesas junto a la cama o en listas de promesas a incumplir para el año nuevo.
Ya desde su título el propio Wallace anticipó la duda y el malentendido: sale de ese momento en que Hamlet sostiene la calavera del bufón Yorick y evoca su “ingenio interminable” pero, a la vez, insinúa la posibilidad de que todo sea como uno de esos chistes que siguen y siguen sin alcanzar jamás el remate de su final. Y sí lo saben los audaces y conversos que hasta allí llegaron: más de mil páginas y numerosas notas después, La broma infinita termina sin acabar del todo, como en el aire azul de ese cielo con nubes blancas que ilustraba su edición original.
Veinte años después se reedita en su patria una edición conmemorativa de sus dos décadas, sucediendo a aquella primera resurrección de hace 10 años; entonces todavía con Wallace de este lado retocando erratas. (I)
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