Al parecer, estamos empeñados, con entusiasmo digno de mejor causa, en la tarea de destruir el país, arruinar el paisaje, contaminar los ríos, quemar los bosques, liquidar los páramos, transformar las quebradas en botaderos de basura, encementar todos los espacios, borrar todo camino que no sea arrogante autopista, quemar la memoria y ahogarnos en desechos y plástico. La demolición de la naturaleza guarda escalofriante vinculación con la otra demolición, la de los valores y los límites, la de la responsabilidad y el sentido común.
Después de semejante ejercicio que practicamos sin descanso, lo que queda es un arrabal que crece cada día sobre las ruinas, las quemazones. Quedan los árboles, los páramos y las selvas como recuerdos y testimonios humeantes. Y queda el triunfo de esta modernidad de pacotilla, sin paz y sin luz. Quedan campos que agonizan y algunos sentimientos rotos, porque la naturaleza no es solo ciencia, ni materia para discursos, ni recurso para explotar sin límites; es, como dijo Humboldt, sentimiento, estética. Y es, creo yo, sentido de la tierra.
Quedan las ciudades donde prospera la contaminación, como espacios donde reinan los tumultos, las congestiones, el esmog, la violencia y las angustias. Y todo ello, junto con la arrogancia de los “rascacielos”.
En algunas gentes, raras ciertamente, queda la pregunta si este es el país que queríamos, si el alboroto es mejor que el silencio, si el plástico tiene alguna solución, si el comercio y la industria tienen responsabilidades, si el progreso consiste en esta sistemática demolición de la belleza y de la paz. O si hay otras opciones donde quepa de mejor forma la humanidad.
¿Hemos inventado un manual para destruir el país? Un manual que enseña que los árboles estorban, los bosques sirven para quemarlos, los chaparros son leña, los ríos, desagües, y el paisaje, un cuento. Un manual para seguir la vía que conduce a eliminar todo lo que estorba a la desmesura y al afán de hacer dinero fácil; una vía que deje la conciencia ancha para que prospere la estrategia de medir la felicidad en términos monetarios y políticos, crear necesidades artificiales, vender engaños, fabricar autómatas. Y suplantar la idea del “ciudadano”, con la del consumidor, ese voraz productor de basura, ese incansable espectador.
La agonía de la naturaleza, la caótica expansión de las ciudades y la destrucción del campo van paralelas a la otra agonía: la de las instituciones, la del respeto, la tolerancia y el sentido de solidaridad y vecindario, la de la confianza. A la par que se queman las selvas y los bosques y se arruinan los espacios de vida, la democracia se convierte en esperpento, en escenario para que populistas de todos los pelambres ofrezcan salvaciones gratuitas.
¿Deberíamos someternos, adecuar la vida al manual de destrucción del país, hacernos de la vista gorda y agachar la cabeza ante esta tragedia, mirar con indiferencia lo que ocurre con nuestra tierra y con el mundo? ¿Debemos normalizar lo insólito y callar?
Texto original de El Universo
https://www.eluniverso.com/opinion/columnistas/manual-para-destruir-un-pais-nota/
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