María Traspaderne |
Marrakech (Marruecos), 14 sep (EFE).- Al sur de Marrakech, de camino a las montañas del Atlas, una colina de olivos destaca en medio de la tierra ocre y yerma. Allí, cientos de burros se recuperan del maltrato y el abandono en un oasis fundado hace una década por dos ingleses que encontraron en estos animales el motor para levantarse cada día.
Lo que empezó siendo un proyecto de jubilación dedicada a la hostelería acabó, como por accidente, en un refugio referente en Marruecos para burros, que aún son de uso corriente en el país para el trabajo y a los que Susan Machin y Charles Hantom, un matrimonio de abogados en la ochentena oriundos de Manchester, dedican su vida.
Charles recibe a EFE en el Refugio Jarjeer de Mulas y Burros en un día bochornoso. Con sombrero y cayado, recorre los espacios dedicados a sus 300 animales, separados entre los más débiles, los discapacitados y los recuperados, y los describe a cada uno por su nombre.
“Ese es Peewee, su madre murió y estaba muerto de hambre”, dice señalando a un recién llegado. “Esa es Mary, la atropelló un coche hace un año y medio. En dos horas la trajimos”. “Ahí está Peter, es ciego, al principio solo daba vueltas en el establo”, explica sobre un burro que come tranquilamente la paja recién traída. “Y ese es Tommy, el primero que llegó, lleva aquí 10 años”.
Fue con este animal que empezó todo, relata Susan en las oficinas de Jarjeer. “Vinimos para construir un hotel y creímos, tontos de nosotros, que sería una buena idea con lo mayores que somos. Entonces, por casualidad, nos encontramos con este burro. Su madre había muerto. Nos pidieron que lo trajéramos y lo pusiéramos a trabajar. Así que vino y no ha trabajado ni un día de su vida”.
En Marruecos hay 925.000 burros para 37 millones de personas -según datos de la asociación ARDI- y es habitual verlos transportando personas y mercancías. Algunos son abandonados cuando ya no sirven para el trabajo. Según Susan, antes de la pandemia en Jarjeer había 80 animales, pero la crisis sanitaria disparó los abandonos. “Muchas familias pasaban hambre y no podían casi ni alimentar a sus hijos”, explica.
La sequía y la subida de los alimentos contribuyen ahora a que las familias no puedan hacerse cargo, dice Susan, que el 25 de septiembre recibirá en el castillo de Windsor una condecoración real de la Orden del Imperio Británico por “servicios al bienestar equino en Marruecos”, una actividad que sostiene gracias a donativos, sobre todo de Estados Unidos.
Otros animales llegan a Jarjeer maltratados. Es el caso de Chouf, una burra que tenía los tendones de sus dos patas traseras cercenados. Su dueño los había cortado con un cuchillo.
Abdoughani Halgan, uno de los 22 empleados del refugio, tiene este caso, que se hizo viral en Marruecos, grabado en la memoria. “Es el más grave que he visto en mi vida. Estaba preñada y se pasó un mes en la calle así. No hay palabras para explicarlo. La operamos y se quedó con nosotros cinco meses, pero la pobre murió. Le habíamos hecho un carrito y le encantaba moverse con él”.
Él y el resto del refugio han amanecido tristes. Un animal que consiguieron traer la víspera, con heridas por todo el cuerpo, no sobrevivió a la noche. “En Marruecos -dice- hay gente que cree que los burros y todos los animales son solo herramientas para ganar dinero (…). Esperemos que nuestro gobierno saque una ley para castigar a los que hacen cosas como estas. Hace falta un cambio de mentalidad y no es fácil”.
Para este marroquí de 33 años, se necesitan más asociaciones porque “hay muchos animales que sufren en las calles”. De hecho, Susan y Charles decidieron ampliar el refugio y hacerse cargo de caballos en mal estado, como algunos de las calesas turísticas de Marrakech -a veces traídos por los propios turistas tras comprarlos a sus dueños-, y mulas desdentadas por el uso abusivo de los bocados.
También de animales que ellos mismos rescataron hace un año, “sin hacer ruido”, de los escombros dejados por el terremoto que asoló las montañas a unas decenas de kilómetros. Un sufrimiento que ven día a día y encaran porque, al final de la jornada, cuenta Abdoughani, él se va a casa “feliz” de haber ayudado, mientras Susan y Charles descansan en su refugio.
“Da igual lo duro que hayamos trabajado -dice ella-. Nos sentamos al anochecer, cuando todos se han ido a casa, miramos a las montañas y sentimos la felicidad de vivir en este bello rincón del mundo haciendo algo importante para nosotros”.
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