DANIELA SEPÚLVEDA JUAN GABRIEL VALDÉS
En 1973, tras el golpe de Estado en Chile, el mundo fue testigo no sólo de una dramática fractura democrático-institucional, sino también de la activación de una red de solidaridad internacional, con muestras de apoyo provenientes de distintas latitudes. El quiebre de la democracia en Chile se transformó en un símbolo de resistencia contra la opresión que, durante los tumultuosos años de la Guerra Fría, amplificó una lucha ideológica que ha dejado cicatrices hasta el día de hoy. De esta forma, el caso del golpe chileno dejó de pertenecer únicamente a los chilenos y chilenas. La recuperación de la democracia se convirtió en un anhelo y patrimonio universal, porque los valores y derechos en juego también adquirieron categoría universal.
La solidaridad internacional con Chile tuvo amplias manifestaciones. Las más tempranas y espontáneas se reportaron en Europa, como la marcha de estudiantes en Hamburgo que, según el relato de testigos de la época, reunió cerca de cuatro mil personas tan sólo días después del golpe. De estas marchas derivó la creación de organizaciones como Chile-Solidaritäts-Komitee, que se ocuparía de las convocatorias y difusión de mensajes de protesta. Conciertos, huelgas, jornadas de reflexión y llamados de rechazo desde la sociedad civil se reprodujeron en Italia, España, Francia, Portugal, Suecia y otros países europeos, a la espera de pronunciamientos de condena más explícitos desde sus autoridades de Gobierno de la época. En esta tarea, fue clave la organización de comunidades intelectuales, de periodistas independientes, de partidos políticos y de asociaciones de trabajadores. Es así como en esta etapa, destaca la concurrencia de estos grupos a la Conferencia Internacional de Solidaridad celebrada en octubre de 1973 en Finlandia, la Conferencia Panaeuropea de Solidaridad reunida en Francia en 1974, la Conferencia Internacional de Solidaridad organizada en Atenas ese mismo año y, por cierto, la célebre Conferencia Mundial de Solidaridad, realizada en Madrid en 1978. Esta última, fue la cristalización de las redes de cooperación transnacionales entre Chile y Europa, lo que también alentó a la propagación de muestras de apoyo en países inicialmente más distantes y reticentes.
Algunas iniciativas derivaron en instituciones con un impacto mayor en la acción y la reflexión del exilio entre la izquierda chilena. La temprana creación de la oficina Chile Democrático en Roma fue esencial para la coordinación de los partidos políticos de la izquierda en el exilio. La revista Chile América fundada en esa misma ciudad por miembros de partidos de izquierda y de la Democracia Cristiana en 1976, fue un primer impulso al diálogo democrático más allá de la izquierda. Sumado a ello, el Instituto para un nuevo Chile de Rotterdam, fundado en 1977, junto a sus jornadas de debate abierto e inclusivo, constituyeron algunas de las iniciativas que permitieron una nueva mirada sobre la experiencia política chilena que llevaría más tarde a la renovación del pensamiento socialista.
América Latina estuvo igualmente presente desde los días que siguieron al golpe. Desde nuestro continente surgieron pronunciamientos muy audaces. La Comisión Delegada del Congreso de Venezuela, por ejemplo, expresó su repudio al golpe de Estado, comprometiendo su solidaridad con el pueblo chileno mediante la difusión de un Acuerdo de Condena a los Congresos de todos los países de la región. Junto con ello, desde 1976 se realizaron en Venezuela las primeras reuniones de dirigentes de la izquierda con dirigentes de la democracia cristiana que venían de ser expulsados de Chile. México, en tanto, además de acoger a más de 700 asilados en su embajada en Santiago, creó en su capital la Casa de Chile, desde donde compatriotas exilados promovieron la defensa de los derechos humanos en toda la región. A pesar de que muchos países estaban conviviendo con sus respectivos quiebres democráticos, el exilio de chilenos y chilenas a distintos países de América Latina fue clave para mantener la memoria viva, propendiendo a un clima de colaboración que compartió con el vecindario regional el triste drama humano del desarraigo y el destierro.
Sin embargo, uno de los episodios de solidaridad menos conocidos de la época es, probablemente, el de Estados Unidos. Existe abundante documentación acerca de la participación del Presidente Richard Nixon y su asesor de confianza Henry Kissinger en un intento de golpe frustrado contra Salvador Allende en 1970. Este episodio es ampliamente estudiado por Vanessa Walker, en su libro Principles in Power: Latin America and the Politics of U.S. Human Rights Diplomacy (2020) y por Peter Kornbluh en su reciente obra Pinochet Desclasificado: los Archivos Secretos de Estados Unidos sobre Chile (2023). En estas y otras investigaciones se abordan distintas acciones que van desde la decisión de Washington de sabotear la economía y apoyar la causa subversiva de grupos extremistas en el país durante todo el gobierno de la Unidad Popular, hasta la abierta complicidad de Kissinger con la dictadura de Pinochet. Probablemente, este tipo de hitos son responsables de una carga perniciosa donde Estados Unidos figura como cómplice de la dictadura. Sin embargo, la historia ha tendido a omitir la otra cara de la moneda, en donde innumerables políticos y activistas de Estados Unidos alzaron su voz de condena tanto al quiebre de la democracia en Chile como a la violación de derechos humanos posterior. En consecuencia, la omisión del rol que estos valientes hombres y mujeres jugaron en períodos tan críticos para la historia reciente de Chile, debe ser corregida.
Se debe recuperar el valor de los innumerables comités de defensa de los derechos humanos y de solidaridad con Chile que se extendieron por todo Estados Unidos. Estos comités condujeron oportunamente a pavimentar gestos concretos por parte del Congreso norteamericano y, más tarde, durante la presidencia de Jimmy Carter, a presionar para instalar la cuestión de los Derechos Humanos como un principio esencial de la política exterior de Estados Unidos, tal como reconstruye Andrew Kirkendall en su libro Hemispheric Alliances: Liberal Democrats and Cold War in Latin America (2022). Si bien el movimiento de los derechos civiles y de igualdad de grupos minoritarios tenía en Estados Unidos una larga y consolidada trayectoria, el caso chileno proporcionó nuevos aires a la política exterior de Estados Unidos. La igualdad racial había sido el tema de la generación de los sesenta. El movimiento por la paz en Vietnam continuó más tarde como un cohesionante transversal de distintas organizaciones contra la violencia y la guerra. No obstante, como señala Kirkendall, ciertas acciones respecto al caso chileno contribuyeron a la construcción en Estados Unidos de una narrativa de derechos humanos de carácter universal y permanente.
Por ejemplo, destacamos la denuncia realizada pocos días después del golpe por el senador Edward Kennedy contra el Gobierno de Nixon por su participación en la destrucción del proceso democrático chileno y su apoyo a la dictadura; o la orientación que el Congresista Donald Fraser dio a su Sub Comité de la Cámara de Representantes respecto a la cuestión de los derechos humanos en Chile. Este tipo de pronunciamientos alimentó importantes discusiones sobre la forma en que Estados Unidos conducía su política exterior respecto de regímenes que violaban los derechos humanos de sus ciudadanos. Es así como la cuestión chilena fue protagónica en el trabajo de la Comisión del Senador Frank Church sobre las actividades secretas de los organismos de inteligencia norteamericanos. Sumado a ello, la creación de la Washington Office on Latin America-WOLA dio vida al principal centro de defensa de los derechos humanos en el país, organizando, durante 1974 y 1975, decenas de grupos de defensa de los derechos humanos y de activismo contra la dictadura chilena.
Esta breve columna no alcanza a incluir numerosas iniciativas de solidaridad que tuvieron mucha importancia para la defensa de los derechos humanos y la recuperación de la democracia en Chile. El caso chileno, avanzó con fuerza en los foros y parlamentos más importantes. Es así como toda actividad, marcha, jornada de reflexión, denuncia y reunión contribuyó para que los atropellos fueran condenados por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y, posteriormente, recogidos por la Asamblea General de la Organización.
Cuando conmemoramos los 50 años del golpe de Estado en Chile, es imprescindible reflexionar sobre las huellas internacionales que este acontecimiento dejó en el mundo. El caso de Chile es poderoso no sólo por el sufrimiento humano derivado del golpe, sino también por la solidaridad internacional y su influencia en movimientos de derechos humanos en innumerables países. Esto constituye un patrimonio universal que debe ser recuperado, estudiado y promovido, para dar justicia a las voces de los millones de personas que en el mundo entero dieron su apoyo a los valientes chilenos y chilenas que denunciaron desde Chile y el exilio la brutalidad de la dictadura de Pinochet. Pero también constituye un patrimonio a cultivar por las redes de solidaridad internacional que se activaron, especialmente desde la sociedad civil organizada, la que nunca abandonó a nuestro país, incluso en sus años más oscuros.
Daniela Sepúlveda es politóloga chilena y directora del Centro Nueva Política Exterior
Juan Gabriel Valdés es embajador de Chile en Estados Unidos
Texto original publicado en El País
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