Hay olores que nos transportan inmediatamente a lugares y momentos que parecían olvidados. Con un salto volvemos a la infancia o unas vacaciones en un país lejano. El aroma de un libro recién impreso, el del polvo de talco del que abusaba la abuela o del plátano que se pudría en la mochila del cole, la fragancia de la hierba recién cortada antes de ‘echar una pachanga’ con los amigos o el expectorante olor a lluvia en verano.
Según los antropólogos, nuestros antepasados establecieron una relación fuerte y positiva con el olor de la lluvia, ya que les indicaba el fin de la estación seca, lo que aumentaba las posibilidades de supervivencia. La llegada de las tormentas marcaba el despertar de la naturaleza y, hoy en día, a través del olor de la lluvia seguimos percibiendo algo muy parecido al verdadero olor de la vida.
Los aromas, de hecho, activan una conexión cerebral casi instantánea con las emociones. Nuestro bulbo olfativo está conectado directamente al sistema límbico y a la amígdala, las áreas del cerebro asociadas con el desarrollo y la modulación de los estados emocionales. Los perfumes que reconocemos (tanto si nos despiertan recuerdos positivos como negativos) activan de inmediato las estructuras más antiguas de nuestro cerebro.
Mezcla de aromas
El perfume que permanece suspendido en el aire después de la lluvia, que inspiró a flotas de poetas y pintores, es el resultado de la combinación de tres aromas diferentes, mezclados tras varias reacciones químicas y físicas: el ozono, cuyo olor puede recordar el del cloro, la geosmina, más intensa y parecida a un vapor de moho, que procede de las plantas y del suelo húmedo, y el petricor, que es fresco, dulce y suave, emitido principalmente por las rocas.
El ozono se origina a partir de la descomposición de las moléculas de nitrógeno y oxígeno. Algunas de estas moléculas se recombinan con el monóxido de nitrógeno, que a su vez reacciona con otros componentes atmosféricos para formar el ozono. Éste es empujado hacia abajo por las corrientes que se forman en las nubes, esparciendo a bajas alturas su característico olor a limpio.
Muchas personas advierten el olor de la lluvia incluso antes de que llegue, sobre todo en verano, porque el ozono puede ser transportado por el viento a grandes distancias y preceder la llegada de la tormenta. No en vano, la palabra ozono proviene del verbo griego ozein, ‘enviar olor’.
La geosmina, que se traduce literalmente como ‘aroma de la tierra’, es una molécula producida por bacterias del género Streptomyces. En tiempos de sequía esta bacteria libera sus esporas para sobrevivir, al llegar la lluvia las esporas se propagan en el aire y permanecen suspendidas en el ambiente, dando lugar al penetrante olor a tierra mojada.
En comparación con el ozono, la nariz humana es sumamente más sensible a la presencia de geosmina, por esta razón el olor a tierra a menudo cubre el frescor causado por el ozono, especialmente en las áreas poco urbanizadas.
El petricor, un término acuñado en 1964 por los químicos australianos Isabel Bear y R. G. Thomas, se libera cuando las gotas de agua golpean las rocas. En este momento se difunden en el aire una serie de aceites procedentes de las plantas, acumulados durante la estación seca. El nombre deriva de la unión de las palabras griegas ‘petros’, piedra, e ‘ikhôr’, que en la mitología era el líquido que fluía por las venas de los dioses.
En 2015 un equipo de investigadores del MIT descubrió (y filmó) el momento en que una gota de agua golpea un material poroso. Tras el contacto en la superficie se forman microscópicas burbujas de aire, las cuales, estallando, liberan unas partículas de aerosol, es decir, una solución de moléculas de agua y sustancias presentes en la superficie de contacto, que acaban propagando un olor determinado en el ambiente.
Señales para los animales
Como siempre, la naturaleza no hace nada sin motivo. El petricor, disuelto en agua, actúa como una señal de vía libre, avisando a los peces de agua dulce de que ha llegado el momento adecuado para poner sus huevos. Para los camellos, en cambio, la geosmina actuaría como pista olfativa para ayudar a los animales sedientos a alcanzar el oasis más cercano en el desierto, según la teoría de Keith Chater, microbiólogo del Centro John Innes en Inglaterra.
Si las fragancias inolvidables que se respiraban en casa de la abuela ya no volverán, o si el olor de la hierba ya no es el mismo, puesto que muchos de nosotros vivimos en ciudades cubiertas de cemento, podemos consolarnos con el olor a lluvia que, según parece, no nos abandonará.
Las precipitaciones intensas, como las que están golpeando Francia y Alemania en estos días, están destinadas a aumentar en consecuencia del cambio climático, según lo observado por un equipo de investigadores del Centro de Excelencia para la climatología de la Universidad de New South Wales en Sydney. Todavía tenemos olor a lluvia para rato.
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