—Es bastante feo, ¿no? —le preguntó un amigo en uno de esos paseos, recordó Bailey.
—Sí, y cada año se pone más feo.
—¿Y para qué lo pusieron acá?
—Para fastidiarme —dijo Roth, y se rió.
Cuando murió en 2018, a los 85 años y con 31 libros publicados, quizá el único pesar de Roth haya sido no haber ganado ese premio, ya que había recibido casi todos los demás de importancia: el National Book Award, el Pulitzer, el Booker, el Príncipe de Asturias, varios del PEN como el Faulkner, el Hemingway o el Nabokov. La distinción de no haber sido distinguido lo ponía en el club de Lev Tolstoi, Marcel Proust, Jorge Luis Borges y James Joyce, pero él nunca lo vio así.
Roth vivió convencido de que la fama de misógino que le habían hecho —los críticos, las feministas y sobre todo las memorias devastadoras de su segunda esposa, la actriz Claire Bloom— tenían la culpa de que nunca lo invitaran a Estocolmo. Él mismo, sin embargo, dijo en la entrevista que le hizo The Paris Review, recuerda la periodista Gabriela Esquivada, de Infobae: “Lo lamento si mis hombres no tienen los sentimientos correctos hacia las mujeres, o la gama universal de sentimientos hacia las mujeres”.
Eso mismo, agregó, no le quitaba “verdad” a sus personajes, mucho menos a su obra. Y sin embargo, dos años antes de su muerte disimuló el malestar que le causó que Bob Dylan recibiera el Nobel —“acaso el trolling más efectivo contra Philip Roth”, como lo llamó la periodista Alexandra Schwartz, de The New Yorker—: “El año próximo”, dijo, “espero que lo reciban Peter, Paul and Mary”.
¿Historia de un misógino?
Bailey tuvo acceso a todas las fuentes vivas, incluido el propio Roth para escribir Philip Roth, la biografía definitiva con más de 800 páginas.
De haber salido en los 2000, o incluso antes del movimiento #MeToo, la historia de esta vida podía haber navegado con más despreocupación por los temas del genio que escribió El lamento de Portnoy, Operación Shylock, El teatro de Sabbath y La mancha humana, nombrando al pasar algunas de aquellas que cayeron por el camino, víctimas de su narcisismo y sus relaciones de uso y descarte. Para polémica alcanzaba con la irritación que Roth había causado en la comunidad judía: Gershom Scholem, nada menos, había dicho que sus novelas eran peores que los Protocolos de los Sabios de Sión.
Pero Roth era el tipo al que Vivian Gornick puso en la tapa de The Village Voice en 1976, junto con otros compañeros del vestuario de varones como Saul Bellow, Norman Mailer y Henry Miller, bajo el título: “¿Por qué estos hombres odian a las mujeres?”. Y poco después de su muerte, otra escritora feminista, Jessa Crispin, dijo: “Roth, Mailer y John Updike casi ganan el Nobel de Literatura básicamente por argumentar que las mujeres no son seres humanos sino trozos de carne. Lo que me gustaría es que su trabajo fuese revalorizado, con una comprensión más compleja sobre quiénes fueron y qué hicieron. Porque creo que esos libros son basura”.
Bailey —quien contó antes las vidas de John Cheever, Richard Yates y Charles Jackson— parece haber estado a la altura del desafío que tal cosa suponía. Aun mientras sufría la presión extra de haber sido elegido por Roth como biógrafo, logró contar una vida en la cual —como en la obra de Roth— hay amor, deseo, traición, soledad, amistad, ambición, errores, ternura, éxitos, abismos, manipulación, historia.
Una vida de novela
“La novela decimonónica sigue viva. Hoy su nombre es biografía y su naturaleza es de una magnitud dostoyevskiana -escribió Cynthia Ozick en The New York Times-. Y la exhaustiva vida de Philip Roth de Blake Bailey —para decirlo sin más— es una obra maestra de la narrativa, tanto de la totalidad como de la particularidad, de las crisis unidas al carácter, del carácter que hace brotar la percepción, de la percepción en el deseo y del deseo en el destino. Roth nunca fue un Milton mudo y carente de gloria. Imaginarlo sin fama es desnudarlo”.
La escritora admiraba a su colega: “En la Librería Definitiva, te pondrán en algún lugar entre Dostoyevski y Mark Twain”, la citó Bailey entre los que aclamaron Operación Shylock. Y ella destacó que el biógrafo lo ubicó en el linaje en el cual Roth siempre se inscribió: “Toda la vida insistió en que no era un ‘escritor judío’ sino un escritor, y sobre todo un escritor estadounidense”.
“La república estadounidense tiene 238 años. Mi familia ha estado aquí 120 años, o sea más de la mitad de la existencia de los Estados Unidos. Llegaron durante el segundo gobierno de Grover Cleveland, sólo 17 años después del fin de la Reconstrucción -dijo Roth-. Los veteranos de la Guerra de Secesión rondaban los 50 años. Mark Twain vivía. Sarah Orne Jewett vivía. Henry Adams vivía. Todos estaban en la flor de la vida. Walt Whitman había muerto dos años antes. Babe Ruth todavía no había nacido. Si no doy la talla de un escritor estadounidense, al menos déjenme vivir en mi delirio.”
Roth creció durante los años en que su país se convirtió en la primera potencia mundial y lejos del ascenso del nazismo y luego la Shoah en Europa. Entre la seguridad que le dio el amor de sus padres y la prosperidad que el New Deal derramó sobre la clase media, confundió acaso su excepcional buena fortuna con la normalidad. Quiso ser escritor y lo fue, sin más trámites que los estudios y el trabajo duro.
Se lastimó la espalda al cargar una bolsa de papas mientras cumplía el servicio militar en el ejército; se había presentado antes de recibir el telegrama, para terminar con la cuestión de una vez y seguir con su pasión literaria. Que comenzó enseñando en la Universidad de Chicago, tras rechazar un puesto de verificador de datos en The New Yorker. “Y entonces procedí a joderme los siguientes 10 años de mi vida”, dijo Roth citado por Bailey.
Ególatra, mujeriego, mentiroso
Allí conoció a su primera esposa, Maggie Martinson, que era todo lo que él no era: una mujer del Midwest, proveniente de una familia disfuncional, divorciada y con dos hijos. El “caos goy” de su vida lo fascinó, con menos empatía que deseo de usarlo como material literario.
Le permitió, además, darle un buen disgusto a su madre y dejar de ser el buen chico judío de Newark, una piel de la que se tenía que desprender si quería destacarse como escritor: “Era virtuosa, virtuosa de formas que me destruían -le dijo a su ídolo Bellow sobre su escritura temprana-. Y cuando le abrí la puerta a lo repulsivo, descubrí que estaba vivo en mis propios términos”.
La relación con Maggie fue turbulenta y en la serie de engaños que se prodigaron el uno al otro, ella compró por tres dólares la muestra de orina de una mujer embarazada en un refugio, la llevó a la farmacia y le mostró el resultado. El matrimonio era la condición para el aborto. Él accedió. La relación consistió en varios años de tortura mutua, y cuando estaban en el medio de un divorcio muy difícil para Roth, el editor Carter Hunter perdió el control de su Jaguar mientras llevaba a Maggie a su casa luego de incontables cócteles en un bar, y ella murió.
Cuando la hija de Maggie lo llamó, él no le creyó: pensó que era una artimaña para que dijera algo que se pudiera usar en su contra en el juicio. “¿Y dónde está ella ahora?”, preguntó, medido. “¡En la morgue!”, le dijo la muchacha, y se echó a llorar. Solo entonces Roth se ofreció a ayudar.
Su segundo matrimonio, con la actriz británica Claire Bloom, terminó en una ruina similar aunque comenzó como la combinación perfecta de dos artistas glamorosos. Pero Roth era Roth y ella tenía una relación agotadora con su hija, y quien lea Me casé con un comunista puede imaginar lo que pasó: con esa ficción Roth contestó a las memorias que Bloom escribió en 1996, Leaving a Doll’s House, que lo pintaron como un ególatra impredecible, incapaz de cualquier preocupación por otros, mujeriego y mentiroso. Los reclamos económicos de Roth por haber “perdido su tiempo leyendo los guiones” del trabajo de Bloom y el ofrecimiento de pagarle por el divorcio la misma exacta cifra que a su mucama revelaron mucho de su idea del matrimonio.
Durante el tiempo final de esa relación, Roth sufrió algunas de las peores crisis depresivas de su vida, con recurrentes ideas de suicidio, por lo que decidió internarse en una clínica. El día anterior a su salida ella lo visitó; discutieron sobre los planes de volver juntos —él le pidió una separación de seis meses— y una enfermera acudió al escuchar los gritos. Él tenía la presión alta; ella, una crisis de nervios por la cual fue sedada e ingresada a su vez, “la primera visita en la historia de Silver Hill, o eso dijo Roth, retenida como paciente por una noche”.
Antes de la autoficción
Según Tim Adams, en The Guardian, Roth emergió de ambas relaciones catastróficas en muy buen estado literario: El lamento de Portnoy salió poco después de la muerte de Maggie y El teatro de Sabbath, tras su separación definitiva de Bloom. Y a esta obra le siguió la trilogía que comenzó con Pastoral americana (que ganó todos los premios posibles) y se completó con Me casé con un comunista y La mancha humana.
Portnoy lo hizo famoso, rico y controversial (”los chistes sobre el hígado”, dijo, en referencia a la escena de masturbación con un hígado crudo que la madre del personaje prepararía luego para la cena, “causaron gracia las primeras 5.000 veces”); para cuando salió la trilogía ya sus libros se vendían al mismo tiempo que los derechos para cine. En el caso de La mancha humana, se interesó especialmente porque la protagonista elegida fue Nicole Kidman.
Hubo llamadas telefónicas; una noche que ella aceptó una invitación, él se presentó con una limusina en la puerta del hotel. Ella, en jeans, se excusó: creía que la cita era al día siguiente, pero con gusto lo invitaba a tomar una copa en el bar del hotel, dijo. Roth, furioso, se fue sin vacilar. Tiempo más tarde un amigo de él se encontró con Kidman, y mencionó lo sucedido. “Dile que crezca”, fue el único comentario de ella.
Una pareja escondida a lo largo de toda su relación con Bloom; novias cada vez más jóvenes; su clase en la Universidad de Pennsylvania como coto de caza de muchachas; la tendencia a pagar en lugar de amar, a exprimir a las mujeres al punto que una lo dejó explicándole: “No puedo salvarte, Philip. Sólo tengo 22 años”. El libro revisa estas estaciones de la vida de Roth porque, dada la discusión reciente, el foco se ha puesto en que buena parte de su obra lo tiene a él mismo como sujeto ficcional, ya sea mediante un alter ego o no.
Bailey llegó a preguntarle:
—Con frecuencia sus yos ficcionales lo muestran del peor modo posible. ¿Por qué?
—¿Por qué no? La literatura no es un concurso de belleza moral.
La clave, arriesgó el biógrafo, podría estar en Engaño, la novela en la que por primera vez Roth llamó Philip a un personaje. Y a ese Philip lo que más le interesaba era “la terrible ambigüedad del ‘yo’, la manera en que un escritor hace un mito de sí mismo, y en particular, por qué”.
Temor a la biografía
Esa frase, “La terrible ambigüedad del ‘yo’”, estaba escrita en una hoja de papel, seguida por la línea “La vida y la obra de Philip Roth”: una sugerencia de título y subtítulo que Roth le entregó a Bailey en uno de sus encuentros.
Porque Roth estaba obsesionado por su biografía. En 1988 publicó su primera memoria, Los hechos, y tres años más tarde, Patrimonio, la historia del final de su padre. Pero, sobre todo, desde que en 2000 apareció la biografía de James Atlas sobre Bellow, que le pareció horrible, pensó que debía tomar cartas en el asunto que se proyectaba como inevitable. Primero se la encomendó a su amigo Ross Miller, pero el proceso causó el fin de su vínculo en 2006.
Volvió a pensar en el asunto luego de 2009, cuando anunció que se retiraba de la literatura, con la famosa frase del boxeador Joe Louis: “Hice lo mejor que pude con lo que tenía”.
Bailey le interesaba por su biografía de Cheever. Pensó que lo entendería cuando le pidiera —y esas frases son el epígrafe de Philip Roth— que no lo rehabilitase, que solamente lo hiciera interesante. Le dio acceso a todo lo que estuviera en sus manos —archivos, contactos, él mismo— y le garantizó independencia editorial.
“A medida que las furias, los resentimientos y las crueldades de Roth aparecen a lo largo de las páginas, es natural preguntarse por qué le dio tanto acceso a Bailey”, comentó David Remnick, el director de The New Yorker, al reseñar el libro. “A la vez, ningún biógrafo podría superar las incesantes auto inculpaciones de los alter egos ficticios de Roth. Bailey apenas se enfrenta a esto. De hecho, apenas se mete con las novelas, un curioso descuido en una biografía literaria”.
El libro habla en cambio sobre la rutina de Roth como escritor, que todas las mañanas a las 9 entraba a su estudio en la casa de Connecticut, frente a un bosque, para empezar a trabajar pensando que ya era tarde, que Bernard Malamud había comenzado a las 7. Y allí se quedaba, por lo general más de 10 horas, “viviendo dentro de su cabeza”, como lo describió el libro.
Bailey destacó aspectos de gran generosidad de Roth, como su colección de literatura de los disidentes del bloque socialista, “Escritores de la otra Europa”, que presentó al público en inglés a nombres como Milan Kundera e Ivan Klima; desde que visitó Praga en los setenta, para conocer las calles de Franz Kafka, se convirtió en un defensor, y un apoyo económico, mediante un fondo de socorro, para esos autores. Y también otros aspectos, de gran megalomanía y egoísmo, cuya cifra posiblemente sea haber dejado instrucciones precisas para su funeral, un trabajo que siempre le toca a otros.
“Ódienme por lo que soy, no por lo que no soy”, escribió Roth en una de sus peleas con Bloom, agraviado por una calumnia. En la extensa biografía de Bailey hay mucho para hacerlo, y también mucho para comprender sobre él como persona.
La vida de Philip Roth transcurrió así, en lucha por ser considerado un novelista serio y no un fanático del sexo ―temática presente en muchos de sus libros―, luchó contra sus críticos, sus exesposas y contra su propia decadencia física. También contra el miedo de no ser capaz de escribir la siguiente novela.
E incluso luchó por engrandecer su imagen contrarrestando críticas con entrevistas pactadas o indicando a biógrafos con qué viejos amigos suyos debían hablar con preguntas que él mismo preparaba. No consiguió el Nobel de Literatura pero sí ser considerado uno de los grandes escritores del siglo XX. Las dudas sobre su calidad como persona o sobre los miedos que le atenazaban quedaron para la esfera privada.
Con Infobae y El País
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