Una visión apocalíptica trae la novela “El país de las últimas cosas”, del formidable escritor norteamericano Paul Auster. La historia discurre en una ciudad enferma que se derrumba inevitablemente, que cada vez sirve menos para la convivencia y la cooperación ciudadana, donde el lenguaje, los escritos, los libros y la ley carecen de valor para acercar a la gente; un escenario donde los pilares de la civilización van perdiendo centralidad, para acunar caos. Lo preocupante es que algunos episodios de la obra se parecen mucho a la vida real de innumerables lugares del mundo, incluido nuestro país.
Si la realidad se parece cada vez más a lo distópico y espeluznante que han escrito grandes exponentes de las letras, debe surgir la preocupación que nos impulse de una vez por todas a mejorar las cosas. Por esto, no estaría nada mal ordenar las prioridades para transformar nuestra efímera existencia.
Así, la educación y el conocimiento crítico a lo largo de la vida deben ser innegociables; las mentes estarán aptas para practicar valores y principios universales de la humanidad que mejoren la experiencia social con democracia y equidad. Nadie debería quedar al margen del circuito de la conectividad y la información como bienes generalizados. Elevar la conciencia ética y cívica ciudadana tiene que ser otra prioridad, para que la convivencia, el manejo de la cosa pública y el servicio se cumplan con transparencia. Todo está conectado, así que deberíamos propender a una relación más respetuosa y corresponsable de cada uno con los demás, con el planeta y con todas las formas de vida.
Al cerrar el 2020, año cruel y revelador, llega la hora de demostrar que el poder radica en la voluntad, y en nuestra natural resiliencia para afrontar retos complejos que eviten la decadencia; no necesitamos rutas de evacuación, sino de adaptación y cambio positivo. Que el 2021 conjure la pandemia, y arribe colmado de certezas y oportunidades para todos.
Texto original publicado en El Telégrafo
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