Hacer empresa es cuestión seria y dificultosa. Quien decide emprender -porque de eso se trata-, a más de tomar la decisión de correr riesgo destinando capitales para poner en práctica una idea o proyecto con legítimo fin de lucro, también se somete a controles, regulaciones enrevesadas e incluso a trámites insufribles. La empresa es creación humana, sus fines dependerán de la calidad moral de quien la dirige, esto a propósito del caso del momento, el de un “joven empresario” procesado por presunto peculado en procesos de contratación de insumos para hospitales públicos.
El empresario correcto cumple obligaciones societarias, tributarias, laborales y comerciales; produce, crea trabajo y aporta a la sociedad. En cambio, cuando la empresa se usa como artificio para delinquir, será porque su gestor seguramente es un delincuente común, un gamberro cuyo descaro para el fraude y los negocios con sobreprecio supera la frontera ética, pues antepone incluso su codicia a miles de vidas amenazadas por la crisis sanitaria.
Generalmente, la riqueza bien habida se logra con años de lucha, a golpe de prueba y error; pero también hay la que se ostenta de sopetón, hija del chanchullo, la que se regodea soberbia y simplonamente a la moda, en autos de alta gama y departamentos con vistas dignas de una obra impresionista de Monet. Muchos vivísimos usan con desparpajo el membrete de “empresario”; directamente o con testaferros crean redes de docenas de personas jurídicas de papel, esos son vulgares malhechores.
Triste es reconocer que en el país todavía son anchas las puertas abiertas para los corruptos, pasan a pie y hasta en avioneta, a vista y paciencia de ciertas autoridades ineptas y a veces cómplices. En el mundo del robo sobran los supuestos empresarios, por eso no hay que confundirse, el empresario de verdad es serio y esforzado, por el contrario, el delincuente encarna una degeneración que debemos combatir con todo el peso de la ley. (O)
Texto original publicado en El Telégrafo
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