La situación de María Alejandra Vicuña en el gobierno simplemente era insostenible. Intentar justificar una práctica nada ética solo era pensable en los tiempos del expresidente Correa, el creador de los diezmos, el recaudador que no dudó en hacer creer a los asambleístas que él los puso en esos puestos y por ende debían pagar una especie de vacuna al movimiento del que se sintió dueño.
¿A qué jugaba Vicuña?, ¿cuáles eran sus intereses? Su discurso siempre estuvo alineado con el del expresidente residente en Bélgica, con una orden de prisión preventiva; es decir, ahora prófugo de la justicia. El mismo que ahora ve en un paro ilegítimo de unos transportistas el apocalipsis porque supuestamente eso nunca pasó en su década pérdida o ganada para ellos, solo para ellos, sin recordar siquiera todas las protestas en su contra cuando, otra vez supuestamente, era el presidente más popular del mundo. Y toda la represión. Y todas las amenazas, porque gracias a un Consejo de Participación, que no tenía nada de Ciudadano, logró controlar todos los poderes del Estado, al poner a sus amigos ahí.
El expresidente ahora habla con desdén de Vicuña, dice que se vendió por un plato de lentejas. La minimiza, pero ¿había un guión trazado que no le salió bien? En Génova, él confesó estar detrás de todos los actos de desestabilización, ¿con qué dinero?, ¿con el sueldo de un expresidente? ¿De dónde salen tantos recursos y en abundancia? ¿Quién financia tantos medios digitales a su servicio?
Vicuña no debía pedir licencia, como lo hizo después de que el presidente Lenín Moreno le retirara las funciones en la coordinación con el IESS; en la economía popular y solidaria; en el Comité de la Reconstrucción de Manabí y Esmeraldas, azotadas por el terremoto de abril de 2016. Lo honesto habría sido presentar su renuncia, porque ya se la pidió el organismo que la designó, la Asamblea Nacional con 77 votos.
Esa idea de aferrarse al cargo convierte a su historia en un triste paralelismo con la de Jorge Glas, un exvicepresidente que al parecer tenía una única misión, la de dar una especie de golpe de Estado para quedarse en el poder, con la asesoría de Bélgica. Tal vez por eso fracasó en el intento. Déjà vu.
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