La Unesco acaba de determinar que la recuperación del Museo Nacional de Río de Janeiro- el más antiguo e importante de Brasil- tomará al menos una década. La debacle de la estructura sumado a la pérdida de innumerables piezas arqueológicas, artísticas y patrimoniales nos pone a pensar varias temáticas. La primera es el lugar y el papel que cumple el discurso cultural, el valor patrimonial de una nación y el consumo cultural para un pueblo. Hemos sabido que el museo estaba falto de mantenimiento, no tenía ni un sistema de alarmas y estaba desfinanciado pese a que la asignación estatal no era superior a 150 mil dólares, lo que significa un presupuesto irrisorio para un museo de esa envergadura. Tras el incendio, aún no se puede precisar la cuantía de la inversión que se requerirá en los próximos 10 años.
Entonces, es inevitable preguntarse, por qué la cultura es siempre la “última rueda del coche” para las políticas públicas de un gobierno, si todo el conocimiento que hasta ahora hemos obtenido de las investigaciones sociales y humanísticas nos indican que una civilización – para empoderarse y proyectarse hacia el futuro, trabajar sus antagonismos y resolver sus conflictos – necesita de recursos simbólicos y espirituales que solo los puede obtener de sus instituciones culturales, los sistemas educativos y la discusión deliberante pública. Y un buen museo se encuentra en el sistema simbólico educativo de una nación.
Un buen museo, -por que los hay malos y muy malos-, puede lograr que en algo nos reconozcamos en la historia y aprender de la herencia que la tradición nos delega; donde podemos de alguna manera sublimar la vida inmediata y presente que siempre está atravesada por el mundanal ruido del trabajo y las relaciones sociales cotidianas. Si ese espacio es tan importante, ¿por qué no se traduce en políticas públicas suficientemente sostenibles que puedan evitar el deterioro material y la decadencia institucional?
Eso, desde el lado del poder político y el Estado. Ahora, del lado de la sociedad civil, es decir, los sectores que se articulan con esta institución como la academia, los artistas, los científicos, los intelectuales, el público interesado también tuvieron una actitud de “dejar hacer y dejar pasar” y, por supuesto, tienen su cuota de responsabilidad.
Cuando el público brasileño y el internacional se enteraron de la catástrofe por vía de los medios y las redes, inmediatamente surgió el reclamo moral y la presión social para llamar la atención sobre lo sucedido. En esta época de hiperconectividad donde todo tema sensible parece “incendiarse” en el sentido comunicacional, ahora, resultó que la noticia era literal: el museo fue devorado por las llamas ante la impotencia y el dolor de todos. Esta contradicción es un fenómeno de la hipermodernidad; nos rasgamos las vestiduras después de que los hechos están consumados.
Es evidente que no hubo una presión sostenida y organizada en llamar la atención de las autoridades sobre la condición del museo, o al menos, la presión no fue suficiente. Los museos con tradición cuando no se renuevan, cuando no son suficientemente atractivos, actualizados, tanto a nivel de nuevas investigaciones sobre su acervo, como tecnológicamente, son olvidados y esto nos lleva a plantearnos más interrogantes: ¿Estaba el Museo de Río interactuando con la sociedad? ¿con la memoria? ¿con los jóvenes? ¿Por qué no hubo financiamiento suficiente? Podríamos aventurar una hipótesis. Porque el museo no era rentable, o no estaba dentro de un plan estratégico de tipo turístico o político. Ahora bien, tampoco se trata de apelar al paternalismo estatista, se trata más bien de ser corresponsables de una red de relaciones que sostienen la cultura y que debe imaginarse salidas para que una parte sea financiada por el Estado, otra por la sociedad civil, y otra por el resto de instituciones que forman parte de esta red.
Los museos que se mantienen vigentes siempre buscan innovar, seducir a los públicos con nuevos lenguajes, nuevas propuestas museográficas y ser una alternativa interesante a otros atractivos de fácil consumo. Un museo puede sonar aburrido y eso depende de cómo esa institución se presente en la sociedad.
En esta “sociedad del espectáculo” en la que vivimos, si no se logra estos estándares, los proyectos quedan al margen. ¿Hay un peligro de fascinar y espectacularizar la cultura? Sí, pero si no lo hacemos con los cuidados necesarios obtendremos la otra cara del caso, es decir, un museo-mausoleo que ya no es atractivo para la inversión ni tampoco para la gente que prefiere ir al cine o quedarse en casa.
Esta lamentable noticia rebota en nuestra realidad: el Museo Antropológico de Arte Contemporáneo MAAC de Guayaquil, que a inicios del siglo XXI prometía ser un gran dinamizador de la cultura urbana, de la cultura antropológica y artística está convertido en lo que es hoy: un espacio de poca relevancia simbólica, desfinanciado y con muestras de deterioro físico, y no digamos investigativo.
El MAAC evolucionó de lo que fue el Museo del Banco Central, con la dolarización, esa entidad no tuvo más fondos para financiarlo. Además, para la concepción del gobierno anterior una entidad financiera no debía ocuparse de la cultura aunque el Banco Central lo hizo durante 75 años y se encargó de hacer la colección arqueológica más importante del país. Con el tránsito al siglo XXI, esa función fue deslindada del BCE y se buscó que otros organismos del Estado, más pertinentes, se hagan cargo. Hoy, con la crisis económica mas acentuada esa institución todavía no ve en claro su destino.
Cuando el MAAC todavía no era un edificio terminado, pero sí un proyecto movilizador, a inicios del siglo XXI, ya tenía una presencia importante en el país, y unas prácticas culturales que eran de un alto nivel. Todos recordamos “El MAAC y la Música”. En ese entonces, se buscaba constituir un museo de cuarta generación; no solo que muestra o que demuestre sus obras, sino que sea también “extramuros”, que converse con la vida de la ciudad, que converse con las culturas juveniles, con los científicos, con las escuelas, que no sea un lugar donde las cosas estén para que se las observe a través de una vitrina, que sea un museo donde la dinámica cultural este presente por medio de dialogar con los diversos actores sociales y su modo de estar presente lo catalogue como un museo vivo.
En un primer momento se logró romper la inercia: en la plataforma del MAAC había conciertos de primer nivel a los que la sociedad guayaquileña asistía sin distingo de clases; había arte vanguardista, propuesta museográfica…Lamentablemente el personal fue desmantelado, el apoyo político decayó y hubo resistencia incluso de un sector cultural de la sociedad que temía ser desplazado por estas nuevas propuestas. El MAAC iba a dejar en evidencia que era hora de un cambio generacional en todos los niveles; eso, más el retiro de los fondos, debilitaron totalmente el proyecto.
Hoy lleva varios años de una actividad zombie, estacionado entre la inercia y el evento ocasional. Fue una inversión millonaria que no ha dado sus réditos porque no hubo la sostenibilidad, ni el interés, ni los equipos de profesionales suficientes que lo lleven y lo mantenga en el siglo XXI. El resultado: el MAAC no está conectado con la sociedad y, con ello, simplemente deja de circular la sustancia vital de la escena cultura que son los públicos y muere.
Un museo contemporáneo que dialogue con la comunidad es una inversión costosa, pero se recupera en todo lo que implica de movilidad cultural y ciudadana. Ahora, el MAAC es casi un lugar al fondo del Malecón 2000, no tiene proyección internacional y sólo sobrervive por el esfuerzo “cuasi místico” de unas cuantas personas. El llamado a convertirse en uno de los mejores museos de arte contemporáneo de la región sufrió incluso el cambio de nombre cuando el expresidente Rafael Correa – en su chauvinismo- le cambió a Centro Cultural Simón Bolívar y lo regresó, -simbólicamente-, al siglo XIX.
Hay que evitar que el fantasma de la decadencia del Museo de Río afecte al MAAC. Hay que invertir y profesionalizarlo, que se ponga en valor el patrimonio que tiene o puede llegar a tener, que pueda desarrollar una estrategia de comunicación innovadora y darle un tiempo para que se recupere porque ahora es un elefante blanco. Con personal calificado y unas propuestas museológica y museográfica contemporáneas debe buscar inscribirse de nuevo en el circuito internacional de museos y del arte, lo cual le dará un nivel de relacionamiento que puede retroalimentarlo y volverlo protagonista de la escena regional, lo que redundará en beneficios para la ciudad y para el país.
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