A raíz de la decisión de la Cámara de Diputados en Argentina, ha proliferado en las redes una suerte de guerra de titanes, los grupos conservadores tildan a quienes consideramos que la interrupción del embarazo debe ser despenalizada, de asesinas, desnaturalizadas e irresponsables; estos embates provienen mayoritariamente de mujeres, quienes, desde su más íntima convicción religiosa y cultural, manifiestan su desacuerdo.
Estar a favor o en contra, es una visión extremadamente limitada, egoísta y carente de empatía, toda vez que estamos emitiendo juicios desde nuestra esfera personal e individual, dejando por fuera una infinidad de temas que deben ser abordados desde lo jurídico.
Por ello, es preciso comprender que cuando la Constitución y los Instrumentos Internacionales, se refieren al Derecho a la vida, no lo hacen en sentido restrictivo – nacer, reproducirse y morir- , si no, en su contexto amplio, es decir, una vida digna que asegure los derechos más esenciales como la salud, educación, trabajo, integridad física, psíquica, moral y sexual, por lo que el derecho a una vida digna debería entenderse como el respeto hacia el ser humano.
Ahora bien, este conjunto de derechos no se satisfacen por ser declarativos, es necesario que el Estado genere las condiciones objetivas para que puedan ser ejercidos, frente a ello la Cámara Argentina consecuente con una realidad social alarmante 450000 abortos clandestinos en un año[1], aprobó la medida para que las mujeres puedan interrumpir de manera voluntaria un embarazo durante las catorce primeras semanas de gestación en forma gratuita, desafortunadamente, queda pendiente el debate en el Senado.
Nuestro país tiene un régimen legal restrictivo que sólo reconoce el derecho a la interrupción del embarazo exclusivamente en los casos de peligro para la vida o salud de la mujer embarazada y si el embarazo es consecuencia de una violación en una mujer que padezca de discapacidad mental[2].
En los demás supuestos de embarazo, en los que la gestante es adolescente, víctima de violación, o simplemente el método de anticoncepción falló, la mujer está obligada a parir o someterse a un proceso de interrupción del embarazo en la clandestinidad inseguro y riesgoso con las respectivas consecuencias de cada decisión, tornándose en un ejercicio de violencia, control del cuerpo, de la vida y del presente y futuro de la mujer.
Imponer la maternidad de un hijo no deseado, en las circunstancias descritas, es un ejercicio de poder estatal, que expone a la mujer a sufrimientos y limitaciones de toda índole, vulnerando su derecho a la integridad física, psíquica y moral y por tanto suprime la posibilidad de ejercer su derecho a tomar decisiones libres, responsables e informadas sobre su salud y vida reproductiva y a decidir cuándo y cuántas hijas e hijos tener[1].
Lo cierto es que, no obstante de la penalización o no del aborto, las mujeres que han decidido interrumpir su embarazo, lo van hacer, el punto neurálgico es el cómo, con seguridades para su salud o sin ellas, en este sentido las mujeres mayormente afectadas son aquellas en situación de vulnerabilidad y exclusión, en otras palabras, mujeres en situación de pobreza y adolescentes, que acuden a diferentes métodos abortivos que van desde el uso de plantas medicinales a la inserción de agujas de tejer, provocando daños irreparables en su cuerpo y colocando en riesgo su vida.
Me resta decir, que considerar la penalización del aborto como garantía para evitar que éstos se produzcan es una falacia que no se puede, ni se debe sostener más tiempo; por el contrario, es imperioso que los Estados se tomen en serio los derechos reproductivos de la mujer, asegurándole la libertad de decidir y a través de ello el ejercicio material del derecho a una vida digna.
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