Algo se fracturó en Colombia, cuando en Ecuador uno de sus grupos armados al servicio del narcotráfico intentó fracturar a la sociedad. Se fracturó ese idilio del proceso de paz que le significó a su presidente Juan Manuel Santos el Premio Nobel de la Paz. Se fracturó esa confianza de los máximos dirigentes de las FARC en poder ganar el poder político en las urnas. La realidad les mostró que el daño hecho es enorme, que nada podrá tapar los secuestros, las bombas, los desplazamientos masivos, las ejecuciones, el terror…
El dinero del narcotráfico, al igual que el dinero de petróleo de la era chavista les ayudó a comprar relacionadores públicos para que no les llamarán como lo que son, terroristas, narcotraficantes que juegan con el miedo de poblaciones abandonadas por el Estado, que pretenden reemplazar al Estado. Quieren ser llamados revolucionarios, ser considerados idealistas que luchan por un mundo mejor, mientras secuestran, torturan, beben el mejor whisky y asesinan a sangre fría. Porque ese es su trabajo.
El grupo Oliver Sinisterra, donde están los que en su momento formaron parte del frente élite de las FARC, los encargados de dar seguridad a todos los financistas del narcotráfico como Simón Trinidad, ahora pretenden convertirse en la pieza que reacomode la lucha armada en Colombia y lo hizo de la manera más sanguinaria posible: la ejecución de tres personas -de un equipo de periodistas de El Comercio-, el asesinato de cuatro militares y los atentados con explosivos, pero fuera de sus fronteras.
Ahora, como en las mejores épocas de las FARC, habrá interesados en mediar porque el fin de quienes están atrás de Oliver Sinisterra, al parecer, es conseguir otra vez el estatus de guerrilla o grupo armado organizado. Un fin que va más allá de alias Guacho y su grupo de asesinos. Por eso es preocupante el manejo de la crisis tanto del lado ecuatoriano como colombiano, en la parte de Ecuador tal vez por su inexperiencia en crisis como las que vive, de la parte colombiana tal vez por su experiencia, porque su gobierno desea seguir pensando que con la firma de una idílica paz se acabaron los problemas de inseguridad.
El asesinato de los cuatro militares y la ejecución de los tres periodistas, porque el conductor de una redacción complementa el trabajo de reporteros y fotógrafos (eso lo sabe cualquiera que haya pasado por una redacción), dio una fuerte bofetada a Ecuador y Colombia.
A Ecuador porque otra vez le puso sobre aviso de que el narcotráfico puede minar las bases del Estado, como cuando mató a un juez en una conocida avenida de Quito, cuando salía de una panadería, previo a la detención de Jorge Hugo Reyes Torrres. A Colombia porque debe enfrentarse a la realidad de que firmó la paz con un grupo muy relacionado con el narcotráfico, que no asume perder privilegios.
Oliver Sinisterra no solo ejecutó a sangre fría a tres ecuatorianos, sino que ahora pretende usar los cadáveres de sus víctimas como escudos humanos. Es su lado más siniestro. Más grotesco. Más ruin e infame. Es la cara más visible del narcotráfico. Por eso sorprende la facilidad con la que se filtraron las fotos de los ejecutados y la desidia, de no se sabe quién, a la hora de recuperar sus cadáveres.
Por lo pronto en Ecuador, los ministros a cargo de toda la emergencia en la frontera norte tienen un plazo de diez días para probar que el Estado existe y capturar primero a alias Guacho; después tendrán que llegar los de más arriba, a los jefes de los carteles de la droga que pretenden convertir al país en su patio trasero.
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