La noticia del asesinato de Javier Ortega, Paul Rivas y Efraín Segarra, integrantes del equipo periodístico de El Comercio tras permanecer secuestrados 19 días en poder de la narcoguerrilla de alias ‘Guacho’, sacudió al Estado y la sociedad civil.
El desenlace trágico fue antecedido por la seguidilla de atentados con explosivos al norte de la provincia de Esmeraldas y la muerte de cuatro infantes de marina. Posteriormente, sucedió el plagio de una pareja de comerciantes cuya situación es incierta, y sucesivas amenazas de bomba en varias instituciones. No se puede saber qué vendrá después, pero todo indica que es el inicio de otro tipo de guerra.
El asesinato de los periodistas constituyó también un golpe directo a los derechos de libertad de expresión de los ciudadanos. A su vez, los familiares y amigos de las víctimas experimentaron la dolorosa experiencia de la pérdida de sus seres queridos. Es difícil terminar de procesar el correspondiente duelo, porque los cuerpos están en la condición de desaparecidos. Un momento clave de la muerte humana son los ritos funerales, que dan vida simbólica al fallecido.
Desde el punto de vista del psicoanálisis, el duelo implica la pérdida de los seres amados y también de una parte significativa de uno mismo. Los desaparecidos habían colocado sus deseos de amor en esas personas cercanas, y tal relación quedó truncada absolutamente. El proceso de duelo varía según cada caso, y se vive de distintas formas: algunos buscan reemplazar a la persona depositaria del afecto por otro individuo, situación o cosa; otros se inclinan por hablar del dolor que les aqueja. En este caso, los afectados responden con interrogaciones, averiguaciones y cuestionamientos sobre lo que realmente sucedió, tanto al Estado como a los asesinos.
El ‘cuerpo social’ sorprendido también se ve consternado por el sorpresivo horror que aparece con un manto de oscuridad. Se interpreta que la supuesta y relativa “isla de paz”, se quebró. Además de la determinación que ese grupo criminal debe ser derrotado, las manifestaciones de solidaridad son importantes, así como la revaluación de la atención múltiple a zonas consideradas como marginadas de la sociedad, tanto del lado ecuatoriano como del colombiano. El considerar que las fuerzas de seguridad pueden buscar una buena relación con la población de las áreas de impacto, puede ser útil. Tampoco se puede dejar de lado la paradoja de un interés legítimo de muchos ciudadanos para que el tema sea resuelto, con la posición tranquilizante, también presente, que “felizmente, eso les sucedió a otros, no a mí”.
Lo inquietante de este acontecimiento podría ser transmitido por los ciudadanos mediante el debate público, teniendo en mente, como dijo Marie Hélène Brousse, psicoanalista francesa, que “la paz es un sueño, la guerra una pesadilla”. Suena duro, pero realizar el Ideal de la paz es un imposible. Tal como lo indica el título de la novela de León Tolstoi La Guerra y la paz, ellas son dos caras de la misma moneda. Y aunque retorne cierta tranquilidad, ya nada será igual que antes.
M.H Brousse, en su libro El psicoanálisis a la hora de la guerra, sostiene que las guerras no están fuera del discurso, es decir, de una estructura y vínculo social, de un modo de goce o de satisfacción. Un significante amo actúa como agente y se vuelve enemigo de otro. Cada uno se considera el único. Se puede decir también que si en el lugar del agente que domina está el objeto de consumo, la cosa empeora: el consumo de estupefacientes que tiene mucho mercado. Brousse indica que Jacques Lacan llama a esos momentos de cambio “la crisis de la pregunta por la verdad”. Así surgen las interrogantes: ¿Qué está sucediendo? ¿Qué falla?
La “pacificación” de Colombia, como en otros países, siempre deja un resto de grupos armados “fuera de la ley”. Grupos políticos de izquierda o derecha que escogieron la vía armada para lograr sus objetivos, terminan presos de la lógica de la guerra, donde vale todo y donde la pulsión de muerte es colocada en el altar de la ética.
Lo que Freud llamó la “pulsión de muerte” se desarregla con el lenguaje, entra en juego lo real siniestro que al ser hablante se le escapa. Más aún, si desde una de las trincheras no se proclama ninguna razón de ser de sus actos de guerra, no hay algún sentido que tranquilice; es puro negocio de la cifra, de lo contable, del número sin significación. El antecedente se encuentra en marcar los cuerpos con un número de aquellos que serían exterminados en las cámaras de gas en los campos de exterminio nazi.
Hoy día hay una multiplicidad de tipos de guerra. Algunas inubicables en el territorio. Todas utilizan el mundo mediático para sus objetivos. Peor que las imágenes en Internet y redes sociales de ajusticiamientos es la estrategia del silencio, de la incertidumbre extrema que causa más horror. La muerte es el límite de las palabras, como señalaba Lacan.
Como Brousse señala, la guerra es un producto de la civilización. Es el lenguaje, el discurso el que organiza las guerras. Los animales no lo hacen. No hay lucha sin la dimensión de lo imaginario (reino animal), de la dimensión de lo simbólico (algún ideal, aunque sea hacerse rico con negocios oscuros), y la dimensión de lo real (lo imposible de decir). Brousse incluso llega a plantear que las guerras hoy son sobre todo civiles por la diversidad de significantes amo que ordenan la subjetividad. De muchas de ellas se benefician grupos de poder político y financieros.
La “pacificación” de Colombia, como en otros países, siempre deja un resto de grupos armados “fuera de la ley”. Grupos políticos de izquierda o derecha que escogieron la vía armada para lograr sus objetivos, terminan presos de la lógica de la guerra, donde vale todo y donde la pulsión de muerte es colocada en el altar de la ética. Hay de los que no quieren salir de esa posición porque se satisfacen con eso, afectando seriamente el Estado de derecho democrático.
Hoy en día, la guerra de las drogas, que se concentra sobre todo en México, posee ramificaciones muy complejas y extensas. Ya existía en el país bajo una forma judicial-policial. La llamada “guerra contra la delincuencia común”, tiene ya tiempo y es generalizada. Pero algo cambió con el secuestro y asesinato de periodistas. Aquí hay un antes y un después. La demarcación es un agujero de ninguna manera despreciable.
El “después” implica todo un tiempo de comprensión acerca del acontecimiento traumático, para la cual no deja de tener relevancia el análisis y la opinión desde diferentes ángulos de aproximación. El debate público pude ser un escenario de elaboración para ir cerniendo estos goces diversos y bajar la angustia.
De hecho, la práctica psicoanalítica ha dado cuenta del tratamiento de las “urgencias subjetivas”, cuando hay una invasión fuerte de angustia ante acontecimientos terribles. Los psicoanalistas participan en escenarios donde ocurre, como en los hospitales, o con los sobrevivientes de atentados terroristas (Atocha, España) o en el último terremoto del 16/4 en Ecuador. Se trata de dar lugar a la palabra del sujeto cuyo armado subjetivo ha sido fuertemente remecido, y que pueda saber hacer de manera diferente con el inconsciente que lo habita, y que pueda soportarse a sí mismo y los demás de una buena manera.
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