Son miles y miles de personas las que cruzan el puente en Cucuta que une Venezuela con Colombia. Lo hacen con todas sus maletas a cuestas, en silencio unas veces, con alegría otras porque dejan atrás un gobierno que los humilló hasta el cansancio, hasta su partida. Una migración forzosa impensable en América Latina.
Desde Colombia intentan arreglar su ruta para Ecuador, Perú, Chile, Bolivia, Argentina… Es el éxodo de Venezuela donde la Corte Penal Internacional ya investiga crímenes de lesa humanidad a cargo de un gobierno que baila salsa mientras miles mueren de hambre, mientras millones odian su suerte.
En menos de una década, según un editorial de El Tiempo de Bogotá, a Colombia le llegó una oleada de inmigrantes que supera la población de capitales como Bucaramanga o Ibagué. Unos 600 mil venezolanos cruzaron la frontera solo por pasos legales, sin contar los de los cientos de pasos ilegales que existen a lo largo de los más de 2.200 kilómetros de frontera terrestre, desde La Guajira a la Orinoquia.
Venezuela tiene una inflación que llegó al 2.600% en el 2017 y un trabajador gana 3 dólares al mes de salario mínimo, mientras las familias de sus altos jerarcas pasean la opulencia por el mundo. Sus adláteres no van a vivir en ese país, como nunca fueron a vivir a Cuba, a menos que gozaran de los privilegios de Hemingway, que en la madrugada del 2 de julio de 1961 abrió la bodega del sótano donde guardaba sus armas, subió las escaleras hacia el vestíbulo de la entrada principal de su casa y empujó dos balas en la escopeta Boss calibre doce.
Los que creen que en Venezuela hay democracia nunca tendrían el valor de Hemingway. Nunca, porque nunca comprenderán que el poder es efímero. Demasiado efímero. Hoy está Nicolás Maduro, mañana podrá estar Diosdado Cabello y pasado mañana otro, pero siempre bajo la sombra de millones de personas que agarraron sus maletas para huir de la debacle de un país, sin dejar atrás ese sueño de volver.
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