Escribo estas líneas con consternación, estupor y pena tras lo acontecido el pasado domingo en Cataluña.
Consternación, estupor y pena en primer lugar por las imágenes que vimos desde Cataluña con la represión de la policía. No me hubiese gustado que se produjesen, y lamento mucho que se hayan producido. Afortunadamente (y espero todos se congratulen conmigo) solo ha habido dos hospitalizados al día siguiente, y uno de ellos por un infarto. O sea, tras imágenes tan duras, y una jornada tan virulenta y tanta turbulencia, tan solo un herido (por impacto de una pelota de goma en un ojo), es un balance mucho menos dramático de lo que los medios nos pueden transmitir con sus imágenes escabrosas.
Pero sobre todo estoy profundamente triste porque lo que sufrió una violencia inaguantable fue el espíritu de la transición. La Transición como proceso constituyente democrático en España, la Transición como acuerdo de convivencia basado en el perdón y en el entender al otro; la Transición basada en la aceptación de posturas discrepantes; la Transición como la libertad bajo la Ley y el Estado de Derecho; la Transición en el entendimiento de la pluralidad dentro de una misma Constitución y unas mismas leyes; La transición como aquel proceso ejemplar que hicieron los españoles en los 70 y que ha permitido los mejores 40 años de la historia de España, y que a mí me ha permitido nacer, crecer y prosperar en una democracia europea, moderna, liberal y garantista. Yo quiero mantener el espíritu de la Transición. Yo defiendo el Estado de derecho y la convivencia pacífica bajo la Constitución y la ley.
Pero lo que ocurrió el domingo fue un ataque frontal a éste espíritu.
Fue un ataque pues fue una REVOLUCIÓN que no tiene solución SIMPLE ni CURSI. Una revolución de la peor especie, una revolución NACIONALISTA.
Las revoluciones siempre tienen los mismos procesos (calcados de la francesa), las comienzan los mencheviques (el monarquismo constitucional en el caso francés) y las culminan los bolcheviques (Robespierre “el incorruptible”).
Fue una REVOLUCIÓN -o un conato de revolución al menos- y mí me extraña que casi nadie lo diga abiertamente. Una Revolución es la subversión del orden legítimo constituido en nombre de una nueva legitimidad de un nuevo orden constituyente. Y exactamente eso es lo que están intentando hacer en Cataluña. Desconocer la legitimidad de la Constitución y el orden constituido en nombre del poder constituyente. Pero además una revolución de la peor especie, pues se hace en nombre de un nacionalismo rancio, decimonónico, racista y obsoleto. Se hace en nombre de la “nación catalana”. Y se idolatra a la nación y “la diferencia nacional”. Exactamente igual que se hizo desde la Revolución francesa, que fue la primera revolución moderna (y modelo de casi todo lo que vino después), donde se llegó a idolatrar a ”la nación” (literalmente a idolatrar).
Y las revoluciones siempre tienen los mismos procesos (calcados de la francesa), las comienzan los mencheviques (el monarquismo constitucional en el caso francés) y las culminan los bolcheviques (Robespierre “el incorruptible”). Y es que una vez que se rompe el orden legal, no hay razón alguna para no parar. En el caso catalán claramente los triunfadores de esta revolución serían los radicales de la CUP. Ya son los radicales de hecho.
Pero además tenemos que decirlo claro: El nacionalismo hay que combatirlo como hay que combatir el racismo, el machismo, el feminismo y la xenofobia. Y hay que combatirlo por exactamente los mismos motivos: por ser un pensamiento simple que divide a los seres humanos en un ellos/nosotros absurdo y pretende adjudicar más derechos a un grupo que a otro.
Muchos, con un pensamiento muy SIMPLE culpan a Rajoy y a Puigdemont de lo que está sucediendo, o piden que haya mejores políticos como si todo el proceso catalán fuese culpa de los políticos y los ciudadanos fuesen solo víctimas inocentes. Me parece que este punto de vista es bastante ingenuo y bastante irreal. Es cierto que la inmensa mayor parte de los ciudadanos viven ajenos a los enfrentamientos políticos (recordemos que de 5,5 millones de catalanes censados tan solo fueron a votar 2,2 millones, ergo 3,3 millones, la clara mayoría, permanecieron en sus casas ajenos a este proceso). Pero también es cierto que los políticos que tenemos son fruto de la ciudadanía que tenemos. En Cataluña hay unos 2 millones de personas lanzados a un proceso constituyente, y da igual qué político les lidere, ellos eligen líderes que les lancen a ese abismo que es la declaración de independencia. Fue Jordi Pujol, fue Mas, fue Piugdemont, o fue Rovira, o es Carmen Forcadell, o es Rufián, o es Turull, o es Anna Gabriel… todos los políticos nacionalistas quieren lo mismo, porque los votantes nacionalistas quieren lo mismo.
Igual en el resto de España. En España gana Rajoy porque la mayoría de los votantes españoles votaron por él y sus (no) políticas. Hay un 20% de votos a Podemos pues muchos españoles quieren cambiar el orden constituido. Demasiados. Hemos perdido el espíritu de la Transición. La idea de la convivencia democrática. Recuérdese que hasta hace no tanto la izquierda radical era Izquierda Unida liderada por un Gaspar Llamazares que defendía el orden constitucional (y que por fortuna en España jamás ha habido una derecha radical en democracia).
De hecho, en España, nos hemos convencido a nosotros mismos de “la cuestión de España”, tema recurrente en los intelectuales españoles desde el 98 (1898), y en la “excepcionalidad de España”. En lugar de asumir que España es un país más o menos equiparable a todos los países de su entorno, con virtudes y defectos más o menos iguales.
No son los políticos los culpables de lo que está ocurriendo, son las ideas que estamos manteniendo. Ese mito de la “revolución”, que hemos alimentado durante décadas. En lugar de explicar que las sociedades prosperan gracias a EVOLUCIONES no a revoluciones. Esa educación nacionalista que habla de lo diferente en lugar de hablar de lo que nos une; esa idea de que la democracia está obsoleta, o de que el sistema hay que cambiarlo por una utopía (sea la nacional en el caso del nacionalismo catalán y vasco o la revolucionaria de quienes el 15 M con una ingenuidad notable intentaron refundar España en asambleas multitudinarias en la Puerta del Sol). El utopismo es muy peligroso, pues nace de un odio a la realidad tal cual es, para intentar imponer una realidad idelizada que nunca será (u-topos, el no-lugar).
De hecho, en España, nos hemos convencido a nosotros mismos de “la cuestión de España”, tema recurrente en los intelectuales españoles desde el 98 (1898), y en la “excepcionalidad de España”. En lugar de asumir que España es un país más o menos equiparable a todos los países de su entorno, con virtudes y defectos más o menos iguales.
Me sorprendió y disgustó muchísimo el domingo cuánto anti-españolismo albergan aún miles de mezquinos en América Latina (y también en España, no hay nada más español que hablar mal de España). Cuántos se regodeaban de la destrucción de España, cuántos estaban convencidos de que España es un “Estadofascistaopresor” (léase todo junto), con un “pecado” de culpa colonial y malvado que era necesario pagar. Cuántos, siglos después, siguen creyéndose la leyenda negra, y alimentándola con nuevas imágenes y prejuicios nacionales. Creo que los españoles hemos sido muy culpables de ello (nuestra intelectualidad ha sido ombliguista y derrotista por más de un siglo), pero creo que ya es hora de superarlo. España no es especial. Para bien o para mal es una nación más en el orden de naciones mundial.
En tercer lugar creo que tanto muchos en España (los de Podemos y algunos en el PSOE), pero sobre todo los analistas de fuera de España, pecan de una ingenuidad y de una visión de la política pasmosa. El domingo no hacía más que leer tweets y comentarios diciendo que había que “dialogar”, que “hablando se soluciona todo”. Una especie de visión del mundo y de la política a medio camino entre Paolo Coelho y una película de Disney donde no se reconoce el conflicto, donde no se reconoce el totalitarismo, y todo se soluciona con equidistancia y buenas palabras. Y lo digo pues el nacionalismo independentista es por definición totalitario. El independentismo no admite puntos intermedios, quiere crear un “nuevo Estado”, y todos los que habitan lo que considera “su territorio” deberán pertenecer a ese Estado.
¿Qué negociación se podría tener?
Eso no lo permite la Constitución, por tanto no lo puedo negociar (y es que en un Estado de Derecho el Presidente no puede hacer lo que le plazca, sino que solo puede hacer lo que le permite la ley, y sobre todo la Ley Suprema que es la Constitución).
¿Qué diálogo se debería mantener a partir de aquí? ¿qué negociación?
Que nadie se crea que el conflicto del independentismo catalán se soluciona con un referéndum pactado (algo inconstitucional) o con un Estado Catalán independiente (una utopía a día de hoy).
Ojalá estuviésemos en España en un proceso de negociación del encaje de las autonomías (yo soy partidario de un federalismo fiscal, pues ahora España es el Estado más descentralizado imaginable, el único paso dable sería un federalismo en nombre y también fiscal). Pero no estamos en ese proceso. No es eso lo que proponen o quieren los nacionalistas, no son esas sus propuestas ni su dialéctica.
Además que nadie se crea que el conflicto del independentismo catalán se soluciona con un referéndum pactado (algo inconstitucional) o con un Estado Catalán independiente (una utopía a día de hoy).
El problema es que 2 millones de catalanes se sienten incómodos pues pertenecen a un Estado al que no quisieran pertenecer. OK. Se convoca un referéndum, gana el SÍ, se declara la independencia. ¿Y al día siguiente qué? Tenemos a 3 millones de habitantes de Cataluña que están habitando un Estado al que no quisieran pertenecer (o 2,7 millones si ganase el “sí” aún cientos de miles de votos).
¿Se dan cuenta de cómo la dialéctica nacionalista es por definición totalitaria (en el sentido de binario, que solo admite una solución total u otra)? ¿se dan cuenta cómo es un conflicto irresoluble en sus términos? Un problema que no tiene solución en su misma visión del mundo.
Jamás se podrá alcanzar una solución justa, pues en la lógica nacionalista siempre habrá una minoría que no estará conforme con el Estado que habita.
Todos los amantes del Estado de Derecho, todos los amantes de la libertad individual a quienes nos espantan los colectivismos, todos los partidarios de un mundo más cosmopolita y menos nacionalista, todos hemos perdido mucho el pasado domingo.
¿Y entonces? Bueno, pues entonces, como llevo proponiendo desde hace casi un mes, como reitero una y otra vez, la única solución razonable es superar la dialéctica nacionalista simplista y excluyente del ellos/nosotros, del Cataluña/España, de un Estado u otro. Superarla por una visión inclusiva de un orden incluyente, legal y garantista, donde todos puedan ser como deseen ser. Superarla por plural, como se hacen con el Estado de las autonomías (o en los estados federales), donde el Estado-nación se diluye en múltiples mini-estados dentro del Estado. Superarla por internacionalista, donde el Estado-Nación se diluye en entes supra-nacionales que garantizan la pluralidad, los derechos y la convivencia. Superarlo por tecnología, donde uno ya no se define a sí mismo por dónde ha nacido, sino por qué cultura consume, por qué amigos de todos lados tiene, por dónde viaja o qué productos de todos lados disfruta. Superar el Estado-Nación por cosmopolitismo, que permite el individualismo, la única libertad que es plena, pues te permite asociarte con quien quieras sin obligar a nadie más.
Por eso, queridos amigos, todos, no solo los españoles, todos. Todos los amantes del Estado de Derecho, todos los amantes de la libertad individual a quienes nos espantan los colectivismos, todos los partidarios de un mundo más cosmopolita y menos nacionalista, todos hemos perdido mucho el pasado domingo. El independentismo nos quiere arrastrar a su dialéctica frentista, nacionalista y ombliguista. Yo quiero hablar de mundialismo, de cultura global y cosmopolitismo. Por favor, ayúdenme a tener esa conversación que nos enriquece a todos, no la que nos empequeñece que quieren unos pocos.
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