Kate Moss, que acaba de cumplir 43 años, ha abierto su propia agencia de modelos y se une al club de las supermodelos sin edad de jubilación que se convierten en empresarias y en el que están prácticamente todas sus colegas de generación.
Elle MacPherson tiene una potente marca de lencería, Cindy Crawford una firma de muebles y objetos para el hogar y Claudia Schiffer lanzó con Schwarzkopf su línea de cosméticos. Según diario El País, sus carreras y sus perfiles son un producto directo de la llamada “guerra de las modelos”, un episodio que ahora se rememora en el documental John Casablancas. El hombre que amaba a las mujeres, que se ha estrenado en Netflix.
En 1977, Casablancas, un playboy hijo de catalanes emigrados, criado entre Suiza y Estados Unidos, había triunfado con su agencia de modelos Elite, en París, pero decidió expandir el negocio instalándose en Nueva York, hasta entonces terreno controlado por Ford.
Los primero que hizo fue fichar a la famosa booker de la agencia rival, Monique Pillard, y a su gerente, Jo Zagami. En su primer día de trabajo, ellos se encontraron con un regalo de parte de su exjefa, la legendaria Eileen Ford: sendos ejemplares de la Biblia en los que había subrayado en rojo los pasajes referidos a Judas.
El gesto marcó el principio de lo que se bautizó como Model Wars, el choque que duraría hasta bien entrados los ochenta y cuyo resultado más notorio fue el nacimiento de la figura de la supermodelo, alguien que tenía que ver mucho más con el mundo del espectáculo que con la moda.
La prensa generalista, que hasta entonces no había prestado especial interés a las vidas y mucho menos a las carreras de las modelos, siguió todos esos fichajes y supuestas traiciones con avidez, en parte porque, reducida a su esquema más simple, la batalla era irresistible.
A un lado estaba Eileen Ford, la empresaria judía que había logrado labrarse un imperio y que trataba a “sus chicas” como si fuesen una extensión de sus cuatro hijos. Cuando no las acogía en su propia casa, como hizo con incontables modelos (entre ellas, durante una temporada, Judit Mascó), las instalaba juntas en pisos donde le resultaba más fácil tenerlas controladas.
Sus contratos tenían cláusulas de comportamiento que les prohibían pernoctar y se decía que Ford obligaba a sus chicas a acostarse a las ocho de la tarde “para tener el cutis fresco al día siguiente”.
En el bando opuesto se situaba el Casablancas, que se enorgullecía de que el logo de Elite recordase a un falo con sus dos testículos —lo cuenta, muy orgulloso, en el documental— y que se había inventado las “fiestas de la camiseta”, celebradas en clubes de París y Nueva York, y en las que todos los invitados tenían que acudir vestidos con camisetas de su agencia. Las modelos, solo con esa prenda.
En esos años, las agencias trataban de atraer a las modelos con mejores condiciones. En poco tiempo, sus ganancias se dispararon globalmente en un 400%. Janice Dickinson, por ejemplo, cobraba apenas 750 euros al día en 1977 y para 1979 ya andaba por 2.500. La cosa no paró hasta que Linda Evangelista, otra estrella de Elite, dijo que no salía de la cama por menos de 10 mil euros.
La guerra tuvo un curioso epílogo hace apenas unos meses cuando Kate Moss dejó Storm, la agencia que la había representado durante 28 años. La británica había permanecido fiel a Sarah Doukas, la fundadora de Storm que la descubrió en el aeropuerto JFK de Nueva York cuando tenía 14 años.
Moss ha fundado su propio negocio, Kate Moss Agency, y dice que está interesada en “algo más que caras bonitas” y que pretende “crear auténticas estrellas”. Al estilo Casablancas. De momento, no ha hecho ningún fichaje de perfil alto pero sí promociona nuevos talentos como el de Elfie Reigate, hija de una amiga que ya ha desfilado para firmas como Alexander McQueen.
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