Kafka enseña humildad. Quien se atreve con él tiene que contar con fracasar. Son innumerables los textos secundarios en los que el desnivel entre lo expuesto por el autor y las citas dispersas de Kafka es tan abrupto que el lector siente escalofríos. Incluso las mejores síntesis —pensemos en el gran ensayo de Elias Canetti El otro proceso de Kafka— contienen pasajes cuya precisión verbal y material queda claramente por detrás de la de Kafka. Esto es inevitable, y el biógrafo debe tener claro que entra en una competencia que no puede ganar.
Pero tampoco puede rehuirla. Al biógrafo de un virtuoso del piano no se le exigirá un oído absoluto; ni, al de un aventurero, que apruebe el examen de patrón de veleros. Pero el biógrafo de un filósofo debería saber pensar, y el de un escritor saber escribir. Esto es algo trivial, pero intimida en sus consecuencias hermenéuticas. De forma inigualablemente obstinada y a la vez perfecta, Kafka convirtió el lenguaje en un medio de desarrollo personal. Al biógrafo no le queda más remedio que tomar en sus manos exactamente la misma herramienta, servirse exactamente del mismo medio, para contar ese desarrollo.
Con ello se sitúa en un espacio que está ocupado… y de forma permanente. Porque Kafka nunca duerme. No se le escapa ni una frase, ni una disonancia semántica, ni una metáfora débil, ni siquiera cuando está tumbado en la playa escribiendo postales. Su lenguaje no «fluye» de sí mismo ni desborda jamás las orillas; es contenido, como un escalpelo al rojo que atraviesa las piedras. Kafka no pasa por alto nada, no olvida nada. De las circunstancias de ausencia de espíritu y aburrimiento de las que se queja una y otra vez se percibe poco; al contrario: esa incesante presencia espiritual conmueve de manera casi dolorosa, porque le hace inaccesible. Uno tiene que estar alerta. Pero a los otros los deja atrás, uno tras otro. Ya no encuentra el camino de vuelta a casa, se vuelve ajeno al mundo y a los hombres, y esto también en un sentido profano, grotesco.
En su novela La verdadera vida de Sebastian Knight —que trata de la imposibilidad de la biografía adecuada—, Nabokov acierta a formular desde una perspectiva interior el profundo sufrimiento del insomnio:
Un hombre hambriento que come su bistec está concentrado en su alimento y no, por ejemplo, en el recuerdo de un sueño con ángeles que llevan los sombreros de copa que vio por casualidad siete años antes. Pero en mi caso, todas las persianas, tapaderas y puertas de mi mente estaban simultáneamente abiertas a cualquier hora del día. Muchos cerebros tienen sus domingos, pero al mío le estaba negado siquiera medio día de descanso. Ese estado de constante vigilia era muy penoso, no sólo por sí mismo, sino también por sus resultados inmediatos. Cualquier acto ordinario que debiera llevar a cabo adquiría un aspecto tan complicado, provocaba tal multitud de asociaciones de ideas en mi mente, y esas asociaciones eran tan oscuras y tortuosas e inútiles para su aplicación práctica, que yo olvidaba el asunto que traía entre manos, o bien me metía en un lío a causa de mi nerviosismo.
Todo esto es aplicable palabra por palabra a Kafka. Es asombroso lo poco que «echó a perder» a pesar de todo: allá donde estaba demostraba su capacidad, como colegial, como discípulo, como funcionario. Pero nada le resultaba fácil, toda decisión, hasta la más insignificante, había de ser arrancada a esa corriente de asociaciones. «Todo me da enseguida qué pensar», escribió en una ocasión. Todo le daba enseguida qué escribir. Pero la vida tenía que traducirla.
Esta peculiar dialéctica de presencia y ausencia llega hasta lo más íntimo de su obra literaria. Es imposible pasar por alto los incontables restos de cotidianidad y preocupaciones privadas que Kafka ha depositado en ella. Pero también es imposible pasar por alto la validez general sin parangón de su obra. Esta contradicción, este enigma es quizá la decisiva piedra de toque de toda empresa biográfica. Si el hombre socialmente más insignificante es capaz de producir una onda de choque en la historia de la cultura occidental cuyos ecos resuenan hasta hoy, parece inevitable considerar vida y obra como mundos incompatibles, que siguen cada uno sus propias leyes. «La vida del autor no es la vida de la persona que es», se dice de manera apodíctica en las notas al pie de Valéry a los ensayos sobre Leonardo. Y el propio Kafka excava un estrato más hondo: «El punto de partida de la vida y del arte es distinto incluso en el artista mismo». Tenemos que respetar eso. Pero el biógrafo no puede detenerse aquí. Tiene que explicar cómo de una conciencia a la que todo da qué pensar puede surgir una conciencia que dio que pensar a todos. Ésa es la tarea.
«Sólo nos conocemos a nosotros mismos —anotó Lichtenberg en sus Esbozos—, o más bien podríamos conocernos si quisiéramos; tan sólo a los otros los conocemos sólo por analogía, como a los selenitas». Esto, como sabemos desde hace mucho, es doblemente falso. Para conocerse a sí mismo no basta ni con mucho con querer conocerse. Y en lo que a los otros se refiere, con sorprendente frecuencia basta con una combinación de experiencia vital y los conocimientos psicológicos más sencillos, aplicados de forma instrumental, para prever determinadas acciones, incluso impulsos y pensamientos. Otras cosas, a su vez, se producen de forma tan espontánea, a veces violenta, que ninguna analogía es capaz de sustraernos al espanto.
Empatía es la palabra mágica del biógrafo. La empatía presta ayuda donde la psicología y la experiencia fracasan. Una vida, por empíricamente bien documentada que esté, sigue siendo misteriosa si el biógrafo no despierta en el lector la disponibilidad y la capacidad de compenetrarse con un personaje, una situación, un ambiente. De ahí la peculiar esterilidad de algunas gruesas biografías, literalmente desbordantes de datos y fuentes: pretenden decir todo lo que se puede decir, pero al mismo tiempo alejan su objeto y, por eso, no calman la curiosidad.
Por otra parte, la empatía es una droga metodológica, y se venga si es manejada de forma irreflexiva. Sin duda ofrece felices instantes de iluminación, uno siente por dentro lo que otro vivió, y comprende en apariencia sin esfuerzo, o cree comprender, cuando antes estaba ante un enigma. Pero la empatía no es un estado psíquico que se pueda provocar a voluntad, sino más bien una capacidad compleja que —de forma no muy distinta a esa predisposición llamada «inteligencia»— requiere ante todo el combustible del conocimiento y la formación. La empatía sin conocimiento suficiente es un molino que trilla paja sin grano. Para comprender ese punto compulsivo y neurótico de las costumbres y decisiones de Kafka, no basta en absoluto con ser neurótico uno mismo (aunque a veces sea útil). Y en principio la empatía no sirve de nada a la hora de entender la situación del niño, del único varón, que acude de la mano de su padre al templo en las tres o cuatro festividades judías anuales y se aburre en ellas mientras su padre piensa visiblemente en sus negocios o en los últimos eslóganes antisemitas; ni siquiera un observador crecido en la fe judía alcanzará profundidad alguna si sólo conoce de oídas la situación histórica.
Lo culturalmente ajeno, lo ocurrido hace mucho, y también lo psicótico, que puede apoderarse de una sociedad igual que de un individuo, marcan las fronteras externas trazadas a la capacidad empática. Pero también hay una frontera interior, mucho más difícil de ubicar: la frontera de la identificación incontrolada. El que la traspase no entenderá más, sino mucho menos. Puede servir de ayuda haberse identificado, y el esfuerzo intelectual y emocional que conlleva volver a liberarse de un estado de veneración carente de distancia no es el peor de los ejercicios preliminares precisamente para el biógrafo de Kafka. La capacidad de identificarse a prueba, por así decirlo, es también una de las condiciones imprescindibles para alguien que investiga una vida ajena. Pero precisamente esa cercanía a una satisfacción en apariencia fácil de alcanzar es una constante tentación a la que tenemos que negarnos: una esencia atrayente que tan sólo podemos probar.
La empatía calma el dolor de la ignorancia, pero no elimina la ignorancia misma. Hay meses en la vida de Kafka de los que no tenemos documento alguno, en los que por decirlo de alguna manera se hace la noche sobre la corriente de la transmisión de datos. ¿Qué sentido tendría querer salvar o incluso velar con románticas fantasías el vacío de esas ausencias? Por otra parte, hay días en los que podemos reconstruir su vida casi hora por hora, y ése es uno de los momentos más placenteros del trabajo biográfico, cuando la densidad de lo transmitido permite definir al menos los contornos de una presencia escénica… el placer del éxito detectivesco. Y sin embargo, ¿qué significa esto en un hombre cuya vida se hace plena en la «profundidad», en una intensidad interior tan abrumadora? En repetidas ocasiones, Kafka se pasaba la mitad del día en la cama, en algún sofá, apático, inaccesible, soñando despierto… Se quejaba de ello a menudo, tan a menudo que se podría llevar la cuenta de las veces. Pero ¿qué sabemos al respecto? Sabemos que algo de lo que allí soñaba dejaría después sin aliento a unos cuantos millones de personas.
Incluso el biógrafo metodológicamente más avezado no consigue pasar de la imagen de una imagen: el ambiente, la tonalidad del momento, las asociaciones, los miedos y placeres latentes que lo llenan, la mímica y la gestualidad, las voces, los ruidos, los rumores… todo podría haber sido un poco distinto a como creemos tener que imaginarlo. Sea como fuere, fue infinitamente más rico en matices: incluso la imaginación más precisa, armada del conocimiento y la empatía, incluso la perfecta filmación interior del material histórico, sigue siendo una sombra comparada con lo que realmente fue. No hay imaginación, por poderosa que sea, capaz de suprimir el dolor de la ignorancia, el progresivo palidecer de todo recuerdo, la irrevocable condición de pasado de lo pasado. Todo lo que cabe hacer es producir evidencia, afinar los contornos, aumentar la resolución de la imagen. Todo lo que cabe decir es: así debió, pudo, tuvo que haber sido.
La presente biografía de Franz Kafka renuncia a dibujar contornos vacíos. Todos los detalles, incluso los sucesos directamente visibles, están documentados; no se ha inventado nada. En algunos casos, se han equiparado a hechos demostrables relaciones entre acontecimientos, incluso dataciones, que se pueden deducir con la mayor probabilidad, aunque sólo de forma indirecta: se ha hecho en todos aquellos casos en los que renunciar a hacerlo habría producido un desproporcionado estrechamiento de la perspectiva hermenéutica. En la medida de lo posible, se han señalado como tales las fuentes poco fiables. Aquello perteneciente al plano de lo empírico que se desprende directamente de los diarios y cartas de Kafka no ha sido comprobado por separado en todos sus detalles: el número de notas a pie de página hubiera desbordado toda medida aceptable.
La representación escénica, el despliegue de situaciones y la localización histórica de la vida de Kafka son cosas que necesitan espacio y tiempo. Es absolutamente imposible hacerlo en un solo volumen de un tamaño aceptable. La decisión de abrir el diafragma de la cámara en el año 1910 vino dada por la especial situación de las fuentes: es el año en que empiezan los diarios que nos han llegado. El período siguiente, hasta los primeros meses de la guerra mundial, es el mejor documentado, y sin duda también el más importante, porque en él se tomarán, en apretada sucesión, todas las decisiones que definirán y delimitarán la década restante de la existencia de Kafka. En los años que van de 1912 a 1914, Kafka pasa por dos fases creativas extraordinariamente fecundas, de las que proceden varios relatos completos y dos de los fragmentos de novela que nos han llegado, además de, con mucha diferencia, la correspondencia más intensa y más importante como fuente entre todas las de Kafka, la mantenida con Felice Bauer. También algunas experiencias dolorosas que marcaron su imagen de sí mismo, y que recordaría toda su vida como decisivas, pertenecen a esta época, especialmente la anulación de su compromiso pocas semanas antes de empezar la guerra. A principios de 1915 las circunstancias de Kafka cambian, y empieza un largo período improductivo.
También la decisión, que a primera vista quizá pueda extrañar, de no empezar el trabajo biográfico en 1883, el año del nacimiento, sino al final de su adolescencia y en los prolegómenos de su primera gran fase creativa, vino dada por la especial situación de las fuentes. Desde la publicación, en el año 1958, de la biografía de juventud de Klaus Wagenbach, basada en abundante material —en aquel momento aún era posible interrogar a numerosos testigos presenciales—, el estado de los conocimientos referentes a la infancia, etapa escolar y estudios de Kafka apenas ha mejorado. Debido a los escasos datos autobiográficos de aquellos años, sigue habiendo lagunas considerables que podrían ocultar alguna sorpresa. Esa insatisfactoria situación mejoraría sin duda decisivamente si, con el legado de Max Brod, su amigo durante largos años, se hiciera al fin accesible a la investigación una fuente histórico-literaria de primera categoría, cuya importancia no sólo afecta a Kafka. Naturalmente, sería deseable disponer de los materiales de ese legado, especialmente los diarios y la correspondencia de Brod, para todas las fases de la vida de Kafka; en el caso del período comprendido entre el vigésimo año de la vida de Kafka y el comienzo de sus propios diarios, son insustituibles. Sería una irresponsabilidad, y una empresa poco motivadora para el biógrafo, trabajar sobre una base que en un tiempo razonable va a ser ampliada considerablemente y, por tanto, requerirá revisión. Y tampoco se presta un servicio al lector con un material provisional, que cumple únicamente el objetivo de mantener el orden cronológico… ¿Quiere decir eso que hay que cruzarse de brazos?
El biógrafo tiene un sueño. Una utopía, se podría decir, aunque quizá no sea más que un vicio secreto, una ambición. Quiere ir más allá de lo que ha sido. Quiere saber, no, quiere vivir él mismo como vivieron lo que vivieron aquellos que estuvieron presentes. Cómo fue ser Franz Kafka. Sabe que es imposible. Por eso, no sólo el lector conoce la notoria tristeza que discurre entre las líneas de todo relato de una vida, pues inevitablemente termina con la muerte. También el biógrafo la conoce. Tiene que admitir que la esperanza inconsciente de dar un paso más mediante una investigación más concienzuda y una más profunda compenetración, de acercarse aún un poco más, es completamente ilusoria. La vida ajena se sustrae, emerge como un animal que se muestra al borde del bosque, a la hora del crepúsculo, y desaparece. De nada sirven las trampas metodológicas, y las jaulas de la ciencia siguen vacías. ¿Qué ganamos pues con todo ese esfuerzo? La verdadera vida de Franz Kafka… seguro que no. Pero sí una mirada perecedera hacia ella, una larga mirada, sí, quizá, eso tendría que ser posible.
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