El gobierno de la revolución ciudadana confirmó otra vez su vocación centralista. Con la reciente aprobación del proyecto de Ley de Ordenamiento Territorial el correísmo creó una superintendencia para el control de los gobiernos locales. Gobiernos provinciales, municipales y parroquiales ahora se someterán a los lineamientos de planificación trazados desde una oficina en la capital de los ecuatorianos.
En un momento de incómoda crisis económica producida por el pésimo manejo presupuestario, por la falta de recursos para enfrentar el terremoto y agravado por la imposición de medidas tributarias regresivas para ayudar a tapar el enorme hueco fiscal, la mayoría oficialista aprobó una ley destinada a crear más burocracia y a ejercer control político.
A las superintendencias de telecomunicaciones, de bancos, de compañías, y otras que no se entiende todavía su utilidad como aquellas de economía popular, de comunicación, y otra de control del mercado, se suma una más para la supervisión de los gobiernos locales.
El correísmo no entendió que los gobiernos autónomos y descentralizados, que antes ya tenían muchos obstáculos para funcionar en el entorno de esos dos rasgos, necesitan precisamente disponer de una marcada separación del poder central para adoptar decisiones en relación a sus propias necesidades locales. Requieren administrar sus propios recursos así como gestionar sus competencias sin la interferencia de ninguna autoridad de ninguna naturaleza. Todo eso se liquida con la imposición de un órgano central con la facultad de controlar la gestión autónoma de los municipios, prefecturas y juntas parroquiales.
Con esta ley las administraciones públicas locales no son más ni autónomas ni descentralizadas. Que sean autónomas significa que tienen la absoluta libertad para reglamentar sus asuntos de interés público por la vía de las ordenanzas. Que sean descentralizadas significa que la gerencia de sus recursos y provisión de servicios es ajena al Estado central. Pero es obvio que ya no dispondrán más de ninguna de ambas características después de la publicación de esta ley y, por tanto, esta ley deroga tácitamente la falsa denominación que a las administraciones locales como “gobiernos autónomos y descentralizados”.
Los cabildos son los espacios ciudadanos donde los vecinos resuelven sobre la administración de los recursos locales. Quitar esa autonomía es quitar también la capacidad ciudadana de los habitantes de resolver sobre sus asuntos para atribuir esta tarea al gobierno central, desde una oficina en Quito.
Con la derrota electoral de febrero de 2014, el correísmo se ha dado a la tarea de ajustar las cuentas con los gobiernos locales y con esas circunscripciones de electores. El plan consiste en restar competencias a las alcaldías y atribuírselas al gobierno nacional. De esta forma se garantiza el uso de esos recursos en propaganda política permanente, también a nivel local. ¿Cómo lo harán? Los planes de gestión serán aprobados por una voluminosa superintendencia, con delegados en cada una de las 24 provincias, 221 cantones y 790 parroquias rurales.
Para cada uno de los más de mil gobiernos locales habrá superintendentes, intendentes, directores regionales, directores provinciales, directores cantonales, directores parroquiales acompañados de decenas de inspectores, asesores y asistentes, todos delegados por el ejecutivo desde Carondelet, instruidos para pisar los talones a quienes no se ajusten al modelo del “buen vivir” correísta.
De esta forma, el aparato burocrático crecería en varios miles de empleados adicionales, cuya tarea consistiría en desplazar a los concejales y consejeros en sus funciones de fiscalización de las administraciones y sin que nadie haya votado por estos.
Desde el siglo XVI y antes de que existieran las repúblicas latinoamericanas, los cabildos se convirtieron en las instituciones más antiguas en la organización política de las sociedades. Primero estaban constituidas por los padres de familia de las nacientes localidades. Pero con la llegada de la modernidad liberal, los cabildos se integraron por ciudadanos de la urbe, escogidos en elecciones universales. Así se entiende que un cabildo, un ayuntamiento, un consejo cantonal o provincial es una junta de vecinos que regulan y dan orden, forma y estructura al poder local.
Está claro que la dinámica del correísmo es la venganza. ¿Qué pasaría si otro gobierno administra el poder con la misma mentalidad vengativa y las mismas instituciones creadas para facilitar sus desquites?
Un claro ejemplo de esto es lo que ocurrió con Esmeraldas, la provincia que fue marginada de la reconstrucción después del terremoto porque el partido del presidente Rafael Correa no ha podido ganar elecciones en esa circunscripción. Con una superintendencia que obstruya el trabajo de cualquier gobierno local sería fácil deducir que sus funciones serán políticas y no técnicas, destinadas a chantajear a los gobiernos provinciales, a restarles importancia, recursos y atribuciones si el ejecutivo tiene diferencias con las autoridades seccionales.
Arrebatar la autonomía al primer y más importante nivel de organización política ciudadana es atentar al derecho humano de autodeterminación de los pueblos. Es engordar al aparato estatal, imponer instituciones intermedias inútiles, crear mayor conflicto entre funciones dentro de un mismo Estado y atraso en aquellos gobiernos seccionales que no estén gobernados por alcaldes, prefectos o presidentes parroquiales afines al partido de gobierno, fueran quien fuera.
Una superintendencia para el control de las administraciones seccionales sería un organismo político destinado a centralizar las decisiones y a debilitar a las asambleas de vecinos. Lo que antes podía ser un espacio de desarrollo se convertirá en un lugar de chantaje político en contra de los representantes locales no alineados con el partido de gobierno nacional.
Se trata también de un nuevo mecanismo de propaganda política para aquellos que se sometan a las exigencias del gobierno central, que deberán responder a los lineamientos ejercidos desde los despachos de una superintendencia política afincada en Quito, a cientos de kilómetros de distancia de los pueblos que dicen regular. Más del centralismo puro y duro del correísmo.
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