La incultura política, la ignorancia de la historia, las tácticas electorales y la perversa suma de intereses y consignas han convertido al poder en el único fin y a la república en un tema del que se habla constantemente, sin entender ni su dimensión ni la importancia que tiene para los derechos de las personas y sus libertades.
En política, lo que importa es apropiarse del poder, no para servir, no para cumplir las promesas que saturan las campañas, sí para, una vez arriba, cambiar la reglas, hacer las reformas que convenga a los poderosos, asegurarse en el potro y quedarse el tiempo necesario para cumplir los fines del caudillo o del grupo y, si es preciso, perpetuarse en nombre de ese difuso personaje que llaman “pueblo”.
Carrera contra el tiempo
Los dictadores (hay que admitir que en el mundo ahora triunfa una incuestionable vocación dictatorial), apuestan a quedarse para siempre. Les perturban los plazos, les incomoda la alternabilidad, no soportan la relatividad del sistema. Aspiran al absoluto, a la verdad única, el derecho único, a la imagen eterna. Aspiran a convertirse en la verdad, en el fetiche, en el redentor. La política ha desplazado a la religión, las tesis se han hecho dogmas, y la democracia es ahora una versión falsificada de la idea original del poder del pueblo que, cuando vota para elegir, pierde toda capacidad de control y toda posibilidad de crítica. Por eso, las elecciones en sociedades donde sobrevive la cultura del cacique, son una suerte de sorteo sin retorno.
Votar sin miedo
La democracia de masas, la saturación informativa y la teatralización de la política han modificado profundamente la cultura y la forma de entender el fenómeno del poder. Las elecciones han dejado ser un método imperfecto, pero necesario, para escoger gobernantes y legisladores, y se han consolidado como la culminación de un espectáculo en el que prevalece una curiosa forma de sentimentalismo, y en la que prospera la psicología del jugador y el desprecio a racionalidad y a la prudencia.
El concurso por captar el poder cuenta con poderosos aliados: los sondeos, esa científica forma de inducir la conducta por medio de la propaganda, y la transformación de la entrevista y el debate en capítulos de un evento circense, cuyo propósito no es esclarecer conceptos y programas, sino triunfar e inducir la conciencia de los ingenuos. La idea prevaleciente no es convencer con razones, sí aplastar al otro. No demostrar, sí confundir.
La transformación del poder en finalidad, implica la modificación sustancial de las razones y justificaciones de la democracia y de los métodos de los gobiernos y legislaturas. Este fenómeno que prospera en todo el mundo constituye un retroceso de los conceptos liberales de la política hacia el absolutismo, constituye una renuncia a los límites republicanos y una abdicación de las justificaciones morales y jurídicas del mando. El fenómeno se expresa en la personalización del poder en los caudillos, en el renacimiento de los autócratas y en la evidente decadencia del Estado de derecho.
Artículo publicado en El Universo, el 20 de marzo de 2025
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