Al parecer ha caducado ese sentimiento moral que se llamaba vergüenza. El sonrojo ha pasado a la historia. La sociedad admite, como cosa natural, y a modo de espectáculo, los mayores escándalos. Ya no asombran ni las cifras ni el cinismo. La frecuencia de noticias estrepitosas genera una suerte de indolencia que se parece a la estupidez. Se dice, a sotto voce, primero, y a gritos después, que “así mismo es”, que en todas partes se cuecen habas, que no hay que preocuparse demasiado, que es asunto de la política, etc. Y entonces, los principios parecen asunto de moralistas y prospera, en no pocas personas, un pragmatismo que tiene justificaciones y respuestas a los más graves descalabros de la ética pública y de la privada. Y así, vamos rumbo a ninguna parte.
El tema no se agota en las leyes, ni pertenece exclusivamente a la política, pasa por ellas, las pervierte y deslegitima, hace patente la vejez de las instituciones y el malabarismo de los discursos, pero el asunto de fondo está en una sociedad que adora al becerro de oro, que aplaude el éxito fácil y que no oculta su admiración por el avivato que es capaz de vivir del esquinazo; una sociedad que ha perdido la memoria y la capacidad de asombro.
La situación genera varias preguntas. ¿Será que hemos renunciado a mirarnos en los espejos que, a cada paso, reflejan nuestra ramplonería y reproducen nuestra pequeñez? ¿Será esta una sociedad que ha renunciado a la autocrítica y que, en muy raros casos, convoca a la nostalgia por la vergüenza que se perdió en el camino hacia el hartazgo?
Todo esto me confirma que hemos vivido una ficción, una parodia, una inmensa simulación de la que no queremos salir, porque poner los pies en la tierra es traumático, porque después de la fiesta llega la cuenta y vienen esas certezas que perturban, esas evidencias que desmienten, y llega, inevitablemente, la terrible constatación de que nos hemos habituado a las mentiras, que la democracia se ha convertido en un cuento, la república en un pretexto y la legalidad en un estorbo.
Entonces, creo yo, que, en medio del torbellino, es preciso que llegue el tiempo de liderazgos que apelen a la verdad, de dirigencias que se sacudan de los compromisos que han convertido a la política en una excusa al servicio de pocos. Ha llegado el tiempo de rescatar la austeridad, y de poner en vigencia esa incómoda integridad que nos obliga, en la íntima soledad de cada cual, la que tiene como hermana gemela a la dignidad. Ha llegado un tiempo excepcional, dramático, desafiante.
¿Sabremos entender la enormidad de este reto? ¿Podremos sacudirnos de la modorra y recordarnos a nosotros y al poder, sus obligaciones? ¿Estaremos a la altura de nuestra condición de hombres y mujeres libres? ¿Nos quedaremos enredados en la retórica y en las justificaciones, esperando la salvación de algún caudillo? ¿Seremos capaces de superar una circunstancia llena de dificultades y de plantearnos la necesidad de pensar en el sentido del deber?
Es increíble, estamos viviendo lo impensable: la nostalgia de la vergüenza.
Texto El Universo
https://www.eluniverso.com/opinion/columnistas/nostalgia-de-la-verguenza-nota/
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