En 2011, la crisis concentró la atención de los españoles en problemas que parecían más urgentes que el cambio climático. Un año después, en una reunión con periodistas en Doñana, Miguel Delibes de Castro, ex director de la estación biológica, resumía el problema con una metáfora simple: “Si tienes una barca, aunque la necesites para pescar, si te estás muriendo de frío es posible que acabes haciendo un fuego con ella para poder calentarte”. El humedal onubense es uno de los muchos lugares del mundo en el que los científicos han identificado la huella del calentamiento global, que pone en peligro la estabilidad de su rico y frágil ecosistema.
Aún existe, no obstante, una brecha entre la opinión de los expertos y la del público. Un análisis publicado en 2013 en la revista Environmental Research Letters indicaba que en el 97 % de los artículos científicos publicados por más de 29.000 investigadores entre 1991 y 2011 se apoya la idea de que el hombre está detrás del calentamiento del planeta.
Aunque, en muchos casos, sus efectos son muy graduales y difíciles de observar sin mediciones precisas –el nivel del mar ha aumentado de media 3,2 milímetros al año durante las últimas dos décadas–, multitud de informes demuestran que ya afecta a personas de todo el mundo. Por ejemplo, el macroestudio publicado a finales del año pasado en la revista científica Bulletin of the American Meteorological Society indicaba que las inundaciones y corrimientos de tierra que mataron a más de 5.700 personas en el estado indio de Uttarakhand habían sido catalizados por un incremento de las temperaturas. Algo similar sucedió con las olas de calor extremo que azotaron Corea del Sur, Japón o Australia.
Los científicos también vigilan con especial atención los lugares más sensibles al cambio global. Es llamativo el caso de la Antártida, la región que más rápido se está calentando. A finales de marzo de 2014, en la Base Esperanza de Argentina de la península antártica se alcanzaron los 17,5 ºC, un máximo histórico para el continente. Como consecuencia, lo hielos se derriten y aceleran la subida del nivel de los océanos a escala mundial.
En el Polo Norte, la situación no es muy diferente. En febrero de 2014, según el Centro Nacional de Datos sobre Hielo y Nieve, cuando la extensión congelada del océano Ártico alcanzó su mayor extensión de la temporada, también fue el mínimo de toda la historia desde que se realizan mediciones.
En términos generales, según el informe del Panel Intergubernamental para el Cambio Climático de la ONU (IPCC, por sus siglas en inglés), cada una de las tres últimas décadas ha batido el récord absoluto de temperatura desde 1850. Han sido los años más cálidos de los últimos catorce siglos. En total, si se hace una media combinada de la temperatura del planeta, entre 1880 y 2012 ha experimentado un incremento de 0,85 ºC.
Pero el nivel del mar no crece por igual en todo el globo. Algunos territorios insulares ya están sufriendo problemas serios. Los habitantes de las islas Carteret, de Papúa Nueva Guinea, se están empezando a reubicar ante la amenaza del ascenso marino. En todo el Pacífico, hay más isleños en una situación parecida.
Un artículo de investigadores de la Universidad de Harvard publicado este año en la revista Nature volvió a evaluar los registros de más de seiscientos medidores de marea de todo el planeta entre 1901 y 1990. Frente a la subida de 1,2 milímetros por año en ese periodo, durante las últimas dos décadas el ritmo aumentó hasta los tres milímetros anuales. Esto podría ser debido a un diferente impacto del deshielo de regiones como Groenlandia. En los escenarios más pesimistas, haría que, hacia finales de este siglo, el mar subiera hasta casi un metro en todo el globo.
Xavier Labandeira, catedrático de Economía de la Universidad de Vigo y uno de los autores del quinto informe del IPCC, cree que no será un fracaso como el de Copenhague, aunque “aún está por ver si lo que sale de esa cumbre es un paso grande o pequeño”.
Una de las potencias que, según este catedrático, ha cambiado su postura significativamente es China, el principal emisor de CO2. Además de realizar un gran esfuerzo en el impulso de energías renovables como la eólica o la solar, su Gobierno ha comprendido que es una inversión que merece la pena. “La protección ambiental tiene sus costes y esto, sobre todo para los países que aún van a mejorar mucho su nivel de vida, puede parecer un obstáculo”, indica Labandeira.
No obstante, no lo es tanto si se tienen en cuenta los beneficios para la sociedad. “China se está dando cuenta de que no se puede contraponer el desarrollo económico al medio ambiente, porque la polución, la escasez de agua o que esté contaminada, pueden suponer un coste superior si se tiene en cuenta, por ejemplo, por el impacto sobre las enfermedades”, explica este economista.
Luis Balairón, director del Programa de Análisis y Atribución del Cambio Climático de la Agencia Estatal de Meteorología hasta 2013 e investigador del aspecto ético de todo el asunto, está de acuerdo en que las perspectivas de la cumbre de París son más esperanzadoras que las de anteriores conferencias. Antes, la Unión Europea estaba prácticamente sola a la cabeza del intento de mejorar el panorama climático, “ahora China y Estados Unidos están en el terreno de juego”. De todas maneras, piensa que sigue habiendo problemas básicos. Europa, que siempre ha liderado estos procesos y trata de seguir haciéndolo, cojea en sus proyectos de energía. “Ello se debe a que no consigue tener un plan energético para toda la UE”, asevera Balairón.
A la hora de hacer frente al calentamiento global, hay tres factores fundamentales: población, economía y energía. El primero es difícil de controlar y no entra en los aspectos que negocian las naciones cuando se diseñan planes para limitar el impacto humano sobre el clima. En los países avanzados, el crecimiento demográfico se ha ralentizado frente a décadas anteriores, pero en los emergentes sigue aumentando.
El segundo factor, la economía, tampoco invita al optimismo, al menos, desde el punto de vista medioambiental. La reducción de la pobreza en buena parte del mundo y la incorporación de millones de personas a lo que se puede considerar la clase media se traduce en un mayor consumo de energía, por ejemplo, a través de los viajes en avión para hacer turismo. El último factor, la energía, sería el único sobre el que realmente se puede trabajar. En este punto, el sector industrial ha sido más fácil de controlar a través de las asignaciones de derechos de emisión. Sin embargo, el gasto energético de los hogares, que en España supone alrededor del 50 % del total, resulta complejo de dirigir, porque la responsabilidad es más difusa.
Además de tomar medidas de fondo, como electrificar el transporte, son necesarias políticas locales para reducir el impacto medioambiental de cada ciudadano. Una de ellas es, según Balairón, recuperar el sector de la construcción, pero orientado a la adaptación de los edificios para mejorar la eficiencia energética.
En este sentido, será necesario también un esfuerzo por reciclar los conocimientos de los profesionales del sector, desde los arquitectos a los albañiles que puedan poner en práctica las reformas necesarias. De llevarse a cabo, será importante el compromiso de los Ayuntamientos, para comenzar a combatir a nivel local un problema global. Hace unos años, de hecho, los alcaldes de las principales ciudades europeas firmaban un manifiesto en el que, de cara a la cumbre de París, se comprometían a ir más allá en sus planes en este apartado.
“Las capitales y grandes ciudades europeas, que representamos a más de sesenta millones de habitantes y contamos con una significativa capacidad de inversión –2.000 billones de euros de PIB–, hemos decidido unir nuestros esfuerzos y fortalecer los instrumentos que nos conducirán hacia la transición energética y medioambiental”, afirmaban. Además de incidir en las mejoras de los edificios, de las instalaciones energéticas y del transporte, proponen coordinar sus contrataciones públicas para generar una oferta más ecológica.
“El volumen conjunto de contratación pública de las grandes ciudades europeas es considerable –diez billones de euros al año–. Esto produce un efecto de asimilación sobre el sector privado, que a menudo alinea sus propias exigencias con las del sector público. Estas inversiones deberían concentrarse en los sectores verdes de la economía, en industrias bajas en carbono –modernización de herramientas de producción e innovación– y en servicios”, señalaban los alcaldes europeos.
Pero no todos los buenos propósitos se afianzan con la fuerza deseable. Uno de los problemas está en algo tan mundano como la duración de las legislaturas de los Gobiernos. En EE. UU., un presidente puede permanecer en el poder durante más de ocho años, solo dos menos que en China. Ante problemas como el paro o el terrorismo, no resulta difícil entender los motivos de un líder para dejar al que venga después un asunto tan poco rentable a corto plazo como es la inversión en controlar el efecto invernadero.
Por otra parte, el enfoque local también resulta interesante como estrategia para superar lo que algunos consideran el aspecto psicológico del problema. Daniel Gilbert, profesor de Psicología de la Universidad de Harvard, mantiene que la incapacidad para enfrentarnos al cambio climático está en nuestra mente. Al ser invisible, no es sencillo identificarlo como una amenaza concreta, y el hecho de que sea un desastre gradual nos ayuda a ver sus consecuencias como algo normal. Labandeira añade esto: “Gran parte de los efectos se van a producir en el futuro y los que van a sufrir los daños ni siquiera están vivos hoy, y no se pueden defender”.
Hay quien ha buscado, incluso, una razón evolutiva en nuestra resistencia a asimilar lo grave de la situación y actuar en consecuencia. El cerebro humano apareció y evolucionó mientras formábamos parte de pequeñas tribus de personas que conocíamos a la perfección. Sin embargo, “ahora estamos en una situación en la que el destino de la humanidad es global. Nuestras neuronas han evolucionado para reconocer como propio lo cercano y como ajeno lo lejano. Pero ahora nos enfrentamos a una situación en la que el destino es igual para lo cercano y lo lejano”, afirmaba recientemente Fernando Moya, investigador del Instituto de Neurociencias de Alicante (UMH-CSIC).
Este tipo de consideraciones apoya la postura de los alcaldes europeos cuando se reivindican como protagonistas de la lucha contra el calentamiento. En esta misma línea, hace poco, un equipo internacional de científicos planteaba en la revista Science la posibilidad de tomar medidas locales que no requieren inversiones inabarcables. Con ellas, se combatiría, además del problema en sí, el fatalismo que nos invade cuando nos enfrentamos a retos demasiado grandes.
El trabajo analizaba la situación de tres espacios naturales Patrimonio de la Humanidad: la selva amazónica; la Gran Barrera de Coral, en Australia; y Doñana, en España. En el humedal andaluz, la entrada extraordinaria de nutrientes por el uso de abonos y la contaminación con aguas residuales ha facilitado la proliferación de un tipo de helechos que han dañado la biodiversidad, robando terreno a las plantas y animales que viven en el parque natural. Según los científicos, reducir la concentración de nutrientes en un tercio puede compensar el riesgo de proliferación de algas tóxicas.
En el caso de la selva amazónica, trabajar para reducir el impacto del calentamiento sería, al mismo tiempo, ayudar en su labor absorbente a uno de los principales sumideros naturales de dióxido de carbono. Hoy, su capacidad para deglutir el CO2 lanzado a la atmósfera es la mitad que la que tenía en los 90 y, por primera vez en la historia, menor que el volumen de este gas emitido en Latinoamérica, según un artículo publicado en Nature.
Pase lo que pase en las sucesivas cumbres climáticas, a largo plazo será importante que las medidas contra el cambio climático se puedan ver como una inversión en un nuevo modelo económico ventajoso desde el punto de vista del bienestar de las personas. Será importante también la posibilidad de que los países en desarrollo cuenten con los avances tecnológicos de las potencias ricas, para que sus ciudadanos puedan disfrutar del progreso sin tener un impacto catastrófico sobre la naturaleza. El éxito dependerá, en definitiva, de que se encuentre una solución creativa al dilema de quemar la barca para calentarse hoy a riesgo de no poder pescar mañana.
Texto Muy Interesante
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