La aversión general del ser humano a los sabores extremos plantea un fenómeno intrigante. En ningún rincón del mundo es habitual observar a una especie que voluntariamente consuma alimentos capaces de inflamar la boca o, como algunos expresan de manera muy gráfica, “prender fuego en la boca”. Pero los seres humanos -o bastantes de ellos-, sí lo hacen. La sensación de lo picante, ese ardor que muchos buscan, se atribuye principalmente a una sustancia química llamada capsaicina, que irrita ciertos nervios de la boca conocidos como trigéminos.
En el ámbito científico, la “picantez” de un chile o pimiento se mide en unidades de Scoville, una escala que evalúa la concentración de capsaicina. Fueron desarrolladas por Wilbur Scoville en 1912 y su método consistía diluir el extracto de chile en agua azucarada y leche hasta que los “probadores” humanos no eran capaces de detectar el picante. De este modo, las unidades de Scoville indican cuántas veces es necesario diluir el extracto antes de que el picante deje de ser perceptible. Por ejemplo, un pimiento con 5 000 unidades Scoville significa que el extracto debe diluirse 5 000 veces antes de hacer al picante indetectable. Por supuesto, actualmente se utilizan métodos más precisos, como la cromatografía líquida de alta resolución, para determinar la concentración de capsaicina en los alimentos picantes.
En esa clasificación tenemos los pimientos de padrón, con entre 2 500 y 5 000 unidades, el habanero, el chile natural más picante conocido, con 300 000 unidades Scoville, hasta las abrasadoras 3 millones del chile X, el más picante del mundo según el Libro Guinness de los Records de 2023. Fue creado por el norteamericano y agricultor de chiles Ed Currie tras una serie de metódicos cruces de diferentes chiles.
¿Por qué nos exponemos a esta sensación? Más aún, ¿por qué hay personas a las que les gusta? Una explicación frecuente sugiere que las personas consumen picante en climas cálidos para inducir la transpiración y el consecuente enfriamiento del cuerpo. Otra teoría es que ingerir alimentos picantes potencia la apreciación de otros sabores en la comida, desencadenando la liberación de endorfinas, unas sustancias químicas potentes que suprimen el dolor y generan una sensación de bienestar. Además, algunos científicos, como el psicólogo de la Universidad de Pensilvania Paul Rozin (reconocido como el experto mundial en el asco), sugieren que el placer de superar el ardor de un chile es un masoquismo benigno: el cuerpo reacciona como si estuviera en peligro pero la mente sabe que está a salvo, lo que crea -para algunos- una experiencia placentera.
Al observar más detenidamente la experiencia del picante, nos encontramos con fenómenos biológicos fascinantes. Uno de ellos es que -y a lo mejor te has dado cuenta si eres suficientemente observador- los alimentos tienden a perder su sabor a medida que progresa la comida: la cuarta o quitan vez que mojamos pan en la salsa de jalapeños (o peor aún, comemos el quinto trozo de un rocoto relleno en Arequipa) nos resulta menos tremenda que la primera vez. Esto es así porque, al igual que todo el cerebro, los cinco sentidos reaccionan con intensidad a los cambios; algo que es fundamental para sobrevivir en un mundo donde no para de haberlos.
Por tanto, cuando el mismo estímulo se presenta de manera continua durante un tiempo suficiente los receptores sufren un proceso llamado adaptación: en esencia, aceptan la señal como una rutina y los mensajes al cerebro pierden intensidad. Así, un minuto de estimulación continuada es lo que tardan determinados receptores de los sabores para alcanzar su sensibilidad máxima. Después de ese tiempo, se adaptan y el sabor se difumina.
Para evitar esta adaptación, es recomendable ofrecer a las papilas gustativas alimentos diferentes durante una comida. En vez de comerte el filete del tirón, intercala unas patatas y algo de ensalada. Así, cuando vuelvas al filete las papilas reaccionarán como si fuera la primera vez, y obtendrás un mayor sabor. Lo mismo pasará con las patatas y con la lechuga -que ya de por sí es bastante insípida-. Nuestro sentido del gusto, al igual que el resto del cerebro, está constantemente en busca de novedades, ya sea como una amenaza potencial o una nueva fuente de alimento. La novedad excita y estimula nuestras respuestas, ya sea para dar la bienvenida o ser cautelosos ante algo desconocido.
La adaptación, un fenómeno que afecta a los cinco sentidos, es evidente en las llamadas “imágenes persistentes”. Si observamos fijamente una imagen en la pantalla de un televisor, un ordenador o una tablet y cerramos los ojos de repente, la imagen sigue presente pero con colores invertidos. Así, si te quedas mirando durante un minuto una ropa muy colorida e inmediatamente pasas la mirada a una pared blanca, te darás cuenta de que sigues viendo el vestido pero con los colores complementarios correspondientes al los del vestido.
Lo que pasa es que el cerebro, tras una estimulación prolongada, se ha adaptado, se ha acostumbrado a la imagen y una señal débil, como el negro de los ojos cerrados o el blanco de una pared desnuda, no la perturban demasiado y seguimos viendo esa imagen durante un momento: es como una ‘resaca sensorial’ del cerebro. Este proceso es análogo a la adaptación que aparece en el sentido del gusto: el cerebro se acostumbra a una estimulación prolongada y acepta la señal como una rutina.
Ahora bien, así como el exceso constante de un sabor debilita la sensación de gusto, una cantidad insuficiente no la activará. Existen dos umbrales del sabor: el umbral absoluto, definido por el momento en que comenzamos a detectar una sustancia, y el umbral de reconocimiento, que es cuando podemos identificar esa sustancia que nos causa dolor. Por supuesto, ambos umbrales difieren sustancialmente entre sí: una cosa es detectar la presencia de un estímulo y otra muy diferente es identificar qué estímulo es.
Pues bien, estos umbrales desempeñan un papel crucial en la adaptación; cuando se produce, el umbral necesario para percibir un sabor específico aumenta. Un ejemplo notable de esto ocurrió en los años setenta del siglo pasado con la introducción de los refrescos sin azúcar. Tras beber durante un tiempo la versión “dietética”, los consumidores percibían la cola normal como más dulce. Y no es que fuera así; lo que sucedió es que al beber el refresco “normal” su umbral de dulce había subido pero al pasarse a la bebida light eliminaron el estímulo constante del azúcar y su umbral para percibir lo dulce, bajó.
Texto original publicado en Muy Interante
https://www.muyinteresante.es/ciencia/63092.html
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