Hubo una época, en la Europa del fin del siglo pasado, en el que el sentido de la moral de las clases liberales y creativas estuvo marcada por las novelas de Milan Kundera: el escepticismo humanista contra el pensamiento fuerte, el individualismo irónico contra un nosotros invasivo, las bromas gamberras tomadas de la contracultura, el hallazgo de la sexualidad como una nueva forma de comunicación íntima entre las personas, el desacato guasón y el refugio en la vieja estética beaux-arts y en el cosmopolitismo europeo… “¡El optimismo es el opio del pueblo! Cualquier atmósfera saludable apesta! ¡Viva Trotsky!”, escribió Kundera en el punto clave de La broma, su primera novela (1968) y en esas tres frases, que, en efecto, eran una broma que se dirigía a la tragedia, ya anunció toda su literatura. Kundera (Brno, 1929) murió el martes 11 de julio a los 94 años en París, la ciudad que lo acogió en 1975, cuando el Gobierno checoslovaco lo envió al exilio.
La broma de La broma (editado por Tusquets, como todo Kundera) era cosa de amor y política porque su autor, Ludvik Jahn, era un estudiante checo, virtuoso militante del Partido Comunista, que en su cortejo a Marketa, su pretendida, le enviaba unas notas chistosas en las que pretendía presentarse como un rebelde: “¡Viva Trotsky!”. Por desgracia, Marketa, la guapa Marketa, era una mujer cuya principal característica era la ausencia de sentido del humor y eso hacía que la broma de Ludvik cayera en las manos equivocadas. Entonces, el buen comunista iniciaba su caída en desgracia, una sucesión de sesiones de autocrítica que, paso a paso, se iba volviendo una ceremonia de teatro absurdo.
Kundera ha insistido muchas veces en que ese absurdo de sus libros habla del amor y del sexo, no del comunismo, pero siempre fue difícil abstraerse de la lectura política. Por edad, al escritor checo le tocó vivir la desestalinización de su país en su década de veinteañero y pasar la Primavera de Praga con 39 años. Entró en la universidad y fue expulsado. Se empleó en trabajos manuales y deambuló en las afueras de la cultura de su país. Aquel era un mundo menos cerrado de lo que podía parecer: existía algún acceso, limitado pero fascinado, a la filosofía y la literatura de vanguardia francesas y al jazz y había ocasión de redescubrir la tradición artística checa de antes de la Guerra y el socialismo: la poesía modernista, la arquitectura de cuento de Praga, la literatura alemana de Kafka, un tabú en la República Socialista.
Ese caldo de cultivo se puede entender muy bien en La vida está en otra parte (1973), el libro del inolvidable Jaromil que descubrió a Kundera al público occidental. Jaromil era otro personaje sin humor, un niño poeta criado por su madre para que fuese el Arthur Rimbaud de la lengua checa, de la nueva generación. Todo le salía mal, claro: el Partido Comunista confinaba a la pareja de madre e hijo a una habitación miserable de su casita burguesa, los compañeros de clase de Jaromil se tomaban a broma sus presunciones y el descubrimiento del amor y del sexo iban en contra del odioso proyecto de la madre de Jaromil. La broma, de nuevo, tomaba el camino de la tragedia.
El libro de la risa y el olvido (1979), el siguiente libro importante de Kundera, fue un conjunto de relatos en los que, paradójicamente, había tanto de crónica política del desencanto del 68 checoslovaco, como de exploración en ese absurdo casi mágico. Eran los años del Boom latinoamericano y Kundera, ya exiliado, había conectado con su tiempo.
Hasta que su tiempo fue el momento de Kundera. La insoportable levedad del ser (1984) fue la novela de aquel año en toda Europa y la expresión más compleja de la literatura de Kundera. Qué época aquella en la que los best sellers empezaban como un pequeño ensayo sobre Nietzsche y sobre el eterno retorno: “Si la Revolución francesa tuviera que repetirse eternamente, la historiografía francesa estaría menos orgullosa de Robespierre. Pero dado que habla de algo que ya no volverá a ocurrir, los años sangrientos se convierten en meras palabras, en teorías, en discusiones, se vuelven más ligeros que una pluma, no dan miedo”, escribía Kundera en las primeras líneas de La insoportable levedad.
En esas líneas estaba el clásico Kundera guasón y desmitificador pero también inconformista. Dos páginas después, el escritor presentaba a los héroes de su novela: “Lo vi [a Tomás] de pie junto a la ventana de su piso, mirando a través del patio hacia la pared del edificio de enfrente, sin saber qué debe hacer. Se encontró por primera vez a Teresa hace unas tres semanas en una pequeña ciudad checa. Pasaron juntos apenas una hora. Lo acompañó a la estación y esperó junto a él hasta que tomó el tren. Diez días más tarde vino a verle a Praga. Hicieron el amor ese mismo día. Por la noche le dio fiebre y se quedó toda una semana con gripe en su casa”.
La prosa es nítida, los personajes se definen por sus actos, el paisaje tiene algo frío. Tomás y Teresa están en el recuerdo de cualquier lector de La insoportable levedad del ser, por más años que hayan pasado, son un mito de amor verdadero pero infeliz, contradictorio y en parte autodestructivo. Tomás era un hombre encantador e inteligente pero también un mujeriego y Teresa, la conciencia crítica de la novela, intentaba entender por qué. ¿Porque era un narcisista? ¿Porque en la intimidad de los amantes encontraba un espacio de moralidad en el que no podían entrar los odiosos comisarios políticos ni el sentimentalismo kitsch? ¿Porque era su forma de hacerse daño a sí mismo?
La insoportable levedad del ser era a la vez una novela erótica y filosófica y una memoria sin énfasis ni drama de la primavera de 1968 en Praga, de la invasión soviética. Llegó en el mismo año que El nombre de la rosa, de Umberto Eco, y entre los dos libros quedó definida una forma de rebeldía solitaria, irónica y apolítica propia del fin del siglo pasado.
Después de La insoportable levedad del ser y de un libro más de relatos (La inmortalidad), Kundera abandonó el idioma checo por el francés e inició la segunda mitad de su carrera. En esos años, el mundo del que se había burlado, el de las repúblicas populares del este de Europa, se rompió, y sus anfitriones occidentales buscaron en él una guía con la que entender aquel momento.
Su respuesta consistió en rebelarse contra esa demanda y en escribir en un plano cada vez más abstracto sobre la naturaleza humana. La inmortalidad, por ejemplo, era un ensayo sobre el cuerpo expresado en una sucesión de viñetas más o menos impresionistas. Sólo en La ignorancia, Kundera abordó el trauma de dos exiliados checos que se enfrentaban al regreso a casa y hallaban en el sexo, como no, una manera de dar sentido a su melancolía.
Aquella novela llegó en 2009. Kundera siguió escribiendo hasta 2013 y después su voz se fue apagando. Como no daba entrevistas, nunca sabremos si se sintió un poco anacrónico en su última década de vida, en los años en los que el mundo volvió al énfasis y el moralismo. Si sus lectores lo olvidaron, le deben un desagravio.
Texto original publicado en El Mundo
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