Cuando estudiaba el máster en trastornos del comportamiento alimentario, estuve haciendo las prácticas en el Hospital Universitario Santa Cristina de Madrid. Era en la Unidad de Trastornos del Comportamiento Alimentario (UTCA), que funcionaba como un hospital de día, donde los pacientes pasaban la mayor parte de la jornada, con la finalidad de que al menos tres comidas del día estuvieran bajo vigilancia. Incluía reposo tras las comidas, además de todo el trabajo de nutricionistas, psicólogos, psiquiatras, sesiones de grupo y muchas más actividades para su recuperación.
En el turno de mañana estaban los pacientes que estaban atravesando una anorexia, bulimia o trastorno por atracón. Los trastornos nunca son puros y acaban mezclándose las conductas peligrosas de cada uno de ellos.
Según iban acercándose las fechas navideñas, era evidente que algunos de los pacientes empeoraban: cada vez comían menos, usaban trucos para purgarse y casi todo el progreso que habían hecho durante la estancia en la unidad se iba al garete. ¿Cuál era la causa? ¿Acaso no querían pasar las fiestas en casa con su familia? La respuesta es que no. La Navidad puede causar un terror absoluto cuando tu mayor enemigo es la comida, porque son fiestas en la que todo, absolutamente todo, gira en torno a ella.
Algunos de los pacientes, en realidad, generalmente, mujeres (este trastorno sigue siendo más común en mujeres), llegaban hasta a forzar el ingreso en esas fechas. Al final, su lugar seguro estaba fuera de esas fiestas donde el miedo y la ansiedad se apoderaban de ellas; tanto como para preferir pasar una fiesta, como la Navidad, ingresada en un hospital y con alimentación artificial, antes que ir a casa y tener que enfrentarse a los kilos de polvorones, turrones y comidas sin cesar (comida de amigos, del gimnasio, de la empresa, compañeros de universidad, instituto, primos y tíos lejanos, etcétera). Es demasiado para un cuerpo tan afectado por la comida, demasiados frentes con los que luchar. Es bastante difícil imaginar el vacío y el dolor que deben de sentir esos pacientes para llegar a ese extremo.
Este artículo quiere dejar constancia de ese dolor y, a su vez, dar ciertas recomendaciones para que, aunque no sepamos exactamente qué le pasa a la persona que tenemos enfrente, seamos cuidadosos y no hagamos más daño. ¿Cómo podemos ayudar?
No opines ni valores el físico de nadie, tanto si ha habido cambios como si no. En su lugar, si realmente te preocupa, puedes preguntar “¿Qué tal te encuentras?”.
Halagar sin usar referencias estéticas. Por ejemplo: “te veo feliz”, “eres muy valiente”, “estoy orgulloso de ti”, “menuda fuerza tienes”, “te admiro”, etcétera.
No insistas con la comida. Puedes ofrecer, obviamente, pero no insistir y menos caer en el chantaje emocional. Aquí van algunos ejemplos: “¿De verdad me lo vas a despreciar?”, “Lo he hecho especialmente para ti.”. Ese tipo de comentarios no ayudan, solo hacen que la otra persona se sienta culpable.
Propón otros planes que no necesariamente impliquen comida, como ir al cine, dar un paseo, ver las luces de Navidad. O, aún mejor, pregunta qué le apetece hacer en esos días.
Cuida el lenguaje. Sé que estamos muy acostumbrados a categorizar la comida moralmente y a juzgarla como buena o mala, guarrada o similares. Aunque sea en tono de broma, tiene importancia, porque nadie se come algo tranquilo si elige una “mierda” para comer, siente que hay que compensar o volver al camino correcto. Pues imagina lo que es para alguien que está pasando por un trastorno del comportamiento alimentario (TCA), y que su verdadero triunfo sería poder comer eso que tú consideras una basura nutricional, sin culpa y sin conductas compensatorias después. Para una persona que pasa por un TCA, cada comida es un desafío constante.
Ni en la mesa ni en ningún sitio se habla de los cuerpos de los demás. No comentamos el físico de la presentadora de turno de las campanadas como si estuviéramos desollando un animal. Es un personaje público, pero eso no nos da derecho a ese despiece. Quizá no veas la gravedad en esto, pero te aseguro que, si tienes hijos o niños alrededor, los menores aprenden a valorar su cuerpo a través de estos comentarios y de cómo hables del tuyo, y si no encajan en la norma (ninguno encajamos), el discurso con su cuerpo no va a ser saludable. Esos comentarios siempre nos llevan a la comparación y de la comparación solo surge insatisfacción corporal y malestar. Además, esto potencia que observemos nuestro cuerpo de una manera disociada, lo fragmentamos, como si fuéramos Mr. Potato, solo vemos lo estético y nos olvidamos de todo lo que hace por nosotros, de lo funcional que es. Nos guste o no, sea más o menos normativo, nuestro cuerpo hace por nosotros lo más importante: nos permite vivir y, ya solo por eso, merece todo nuestro respeto. Y por supuesto, el de los demás, también.
Una persona que pasa por un TCA tiene terror a la comida, a ganar peso y a sentir hambre, por lo que poco ayudan los comentarios que invitan a hacer dieta después de las fiestas. Dejemos de decir que después de las fiestas toca cerrar el pico o que comienzan los juegos del hambre.
Deja de valorar y premiar la delgadez. Acepta y ensalza la diversidad corporal.
Espero que este artículo ayude a ver la gravedad de los TCA y, si tienes a alguien que esté pasando por ello, te dé herramientas para cuidarle. Con nuestras palabras podemos conseguir que transite por él de una forma más amable, sin agravar lo que ya siente. Si cambiamos el discurso que mantenemos sobre nuestros cuerpos, los ajenos y la comida, conseguiremos tener una sociedad más sana mentalmente, conseguiremos prevenir los TCA y será más libre respecto a la estética.
Texto original publicado en El País
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