“No es fácil hacer encajar a las mujeres en una estructura que, de entrada, está codificada como masculina: lo que hay que hacer es cambiar la estructura”. Estas palabras de Mary Beard, catedrática en la Universidad de Cambridge, podrían aplicarse, en parte, a quien ha sido su jefa de Estado. No porque la Reina Isabel II haya cumplido con tal misión, sino porque las dos tensiones del enunciado han estado presentes en sus siete décadas de reinado. Por un lado, la lucha por abrirse paso en un espacio de control masculino, sobre todo a sus 25 años, cuando heredó el trono tras la muerte de su padre; por otro, la exigencia de una parte de la sociedad de que, como mujer, cambiara ciertas cosas. No se ha podido todo.
Si bien los hombres de la familia –desde su marido hasta sus hijos– han gozado del margen del error, del espacio para el escándalo o la controversia, la de la Reina ha sido siempre una actuación marcada por la regla, la corrección y la implacabilidad. Puede que muchas veces reprobable en términos humanísticos, pero nunca sobre el papel. Entre todos sus privilegios no estaba el de salirse del guion, el de ceder ante las terranalidades que se le permitían no solo a sus familiares, sino a sus iguales masculinos en otras casas reales y jefaturas de Estado.
Resulta curioso que la última aparición pública de Isabel II fuera hace dos días, en el castillo de Balmoral, en una audiencia con Liz Truss, la sucesora de Boris Johnson al frente del gobierno británico. La nueva máxima responsable de la política del país es de signo conservador, igual que lo eran Margaret Thatcher y Theresa May, sus predecesoras. En una sesión el pasado miércoles, esta última le espetó a Truss: “¿Puedo preguntarle a mi honorable amiga por qué cree que las tres primeras ministras han sido conservadoras?”. Entre el regocijo de sus colegas de partido –y la sonrisa autocomplaciente de May–, se ponía sobre la mesa un asunto interesante.
Las cuatro líderes que nos ocupan, desde Isabel II hasta las que han sido sus primeras ministras, confirman que el hecho de ser mujer no lleva de la mano actuaciones o políticas feministas. Sí que ofrece una representación de las mujeres en puestos de poder, sí que se generan referentes y se rompen ciertos techos de cristal, pero eso por sí mismo no es feminismo si no va acompañado de una intención de transformar el sistema desde la igualdad, la equidad y la interseccionalidad. Y eso es a lo que apelaba Mary Beard con aquella frase: a cambiar la estructura.
Lo mismo sucede con el nuevo gobierno de Truss, planteado como un ejemplo de inclusión racial, pero los orígenes en Mauricio, Ghana y Costa de Marfil no llevan consigo una militancia antirracista; tampoco una diversidad de clase, ya que todos pasaron por universidades elitistas. No habrá hombres blancos de mediana edad en esa imagen oficial –quienes históricamente han tenido el control político–, pero la ideología a la que se deben perpetúa, de alguna manera, el sistema que estos crearon. Hace unos años la visibilidad podía darse por buena ante la falta de referentes; llegados a este punto, entendemos que no es suficiente.
Así es la política del Reino Unido que hoy llora a Isabel II, una veinteañera que ascendió al trono casi por castigo, que se abrió paso en un mundo de hombres y, como tal, tuvo que demostrar el doble. Este verano se celebraba su Jubileo de Platino, la última gran fiesta de un mandato largo. Pero también perfecto, en la acepción más básica de la palabra: sin peros, sin deslices, sin reproches. El caos sucedía a su alrededor y ella se mantenía solemne sin dejar de ser afable, como en las imágenes que acompañan a este artículo y como la recordaremos siempre. Ahí estaba Lilibet. No será un icono feminista, pero sí un icono… y punto.
Texto original publicado en la Revista VOGUE
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