Tyler Blevins no es conocido por su nombre, pero sí, acaso, por su pelo turquesa, su apodo (Ninja) y sus habilidades como videogamer. Es referente de una generación profesional (no es un teen, ya tiene 31 años), encabeza las listas de streamers más taquilleros (acumuló ganancias por más de 40 millones de dólares anuales), pero el sábado pasado fue noticia por una decisión repentina: colgó el headset. Durante una transmisión en vivo en Twitch, abruptamente, al finalizar una partida, se mostró agotado (“No doy más, necesito parar”) y borró sus cuentas y perfiles en varias redes. Las hipótesis se dispararon: ¿síndrome de burnout por las exigencias de la vida en pantalla o apenas un cambio de plataforma hacia otra más beneficiosa económicamente? O peor, ¿simple estrategia enigmática? Días atrás, su colega Imane “Pokimane” Anys, referente femenina de las streamers, también decidió discontinuar sus transmisiones vía Twitch: se ausentó durante un mes y volvió esta semana, con un video en YouTube, explicando que esa actividad no la “llenaba creativamente”.
Detrás del éxito, la tarea de quienes transmiten sus actividades full-time (¿full-life?) parece encerrar muchos conflictos y presiones menos visibles, pero tan cruentas o épicas como las coloridas batallas de juegos como Fortnite o League of Legends. Psicológicas y económicas. Son el eslabón más reciente de una legión de usuarios y creadores de contenido, envueltos en exigentes rutinas y tentadoras remuneraciones, regidas por el arbitrio de las plataformas y sus algoritmos.
El tema desvela a los analistas. Esta misma semana se lanzaron tres libros en los Estados Unidos que abordan el fenómeno desde diferentes perspectivas y permiten avanzar sobre esa actividad que combina destrezas lúdicas con desórdenes juveniles y comunicación a escala masiva.
El periodista de negocios Mark Bergen (de Bloomberg) decidió rastrear los orígenes de YouTube, su recorrido hasta convertirse en la plataforma que patentó la identidad de los creadores de videos: del “Broadcast yourself” (“transmítete a ti mismo”) y el revolucionario contenido-generado-por-usuarios a la consagración de los youtubers. Su libro promete una mirada audaz: El caótico ascenso de YouTube a la dominación mundial. Esta misma semana, en un artículo en The Atlantic, Bergen rescataba los orígenes de esa red social antes de los algoritmos; la prehistoria, cuando un diminuto equipo de editores se encargaba de recomendar los mejores clips subidos por los usuarios. El detalle es interesante: “La plataforma no era un hit comercial todavía; recién en 2007 comenzó a vender avisos sistematizados con los creadores; la palabra influencer no existía, pero estaban obsesionados tratando de encontrar contenido en cualquier nicho imaginable”. Antes de las sugerencias automatizadas, un equipo editorial rastreaba blogs y diferentes perfiles para encontrar posibles hits: los llamaban coolhunters. El ascenso de Justin Bieber tuvo que ver con esa dinámica antes de ser contratado por un sello discográfico: su salud y su vida pública también están bajo alto estrés en estos días.
El tema obsesionó también a Max Fisher, un entrenado periodista de The New York Times que cubrió conflictos bélicos y humanitarios, pero decidió sumergirse en las cuestiones más delicadas del uso y abuso de las redes. La máquina del caos: cómo las redes sociales reconectaron nuestras mentes y nuestro mundo comienza con una referencia a la película 2001 Odisea del espacio. Su foco, sin embargo, es cómo el propio funcionamiento de las redes contribuye y estimula sensaciones de miedo, de bronca. Más allá de odios y polarizaciones, las dinámicas profundas que envuelven los vínculos. Una dimensión psicológica, emocional, ética.
El tema obsesionó también a Max Fisher, un entrenado periodista de The New York Times que cubrió conflictos bélicos y humanitarios, pero decidió sumergirse en las cuestiones más delicadas del uso y abuso de las redes. La máquina del caos: cómo las redes sociales reconectaron nuestras mentes y nuestro mundo comienza con una referencia a la película 2001 Odisea del espacio. Su foco, sin embargo, es cómo el propio funcionamiento de las redes contribuye y estimula sensaciones de miedo, de bronca. Más allá de odios y polarizaciones, las dinámicas profundas que envuelven los vínculos. Una dimensión psicológica, emocional, ética.
Algo además une a estos libros simultáneos: coinciden en que lo caótico es un concepto clave para definir este proceso del que todos somos participantes, como usuarios y creadores, en las primeras dos décadas del siglo XXI.
Diario La Nación
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