Lo sabemos: somos lo que comemos y la dieta sana es un buen pasaporte para alcanzar el bienestar físico. Pero no es tan conocido que algunos alimentos (y no son los dulces) pueden ser una fuente inagotable de felicidad emocional duradera y sin efectos colaterales.
Son muchos los estudios que ratifican que lo que comes afecta (y mucho) no solo al estómago, sino a tus emociones. Así lo revela una encuesta elaborada recientemente por Florette dentro de la campaña #ComerBienParaSerFeliz (con recetario incluido para alimentar el bienestar emocional) con el objetivo de profundizar en la percepción que tenemos sobre cómo la alimentación puede influir en las emociones. Según este muestreo ‘gastroemocional’, el 71% de los españoles que consumen fruta y verdura a diario declara sentirse más feliz desde que ha pasado al lado más verde y natural (que no al vegano); además un 30% dice que está más tranquilo, el 27% que tiene más energía vital, el 25% que padece menos ansiedad y estrés y el 18% que está menos irritable.
¿Estos datos reflejan solo percepciones o están avalados por la ciencia? Cuesta infinito renunciar a las tentaciones gastronómicas (y a los postres más) sin argumentos de peso que refuten que para subir los ánimos es mejor mordisquear una manzana o un manojo de rúcula que paladear un volcán de chocolate. Pero hay muchas razones para hacerlo.
Para comprender cómo lo que comemos influye, negativa o positivamente en nuestras emociones, hay que buscar el porqué en el intestino delgado, concretamente en la microbiota: el conjunto de unos 100 billones de microorganismos que lo habitan, un nanoejército que ejerce muchas funciones y guarda muchas sorpresas. “Entre ellas que tiene una acción esencial sobre el bienestar emocional”, afirma Miren Aierbe, asesora culinaria de Florette. “Cuando un alimento inflama el intestino también se ven afectadas nuestra mente y nuestras emociones”, añade.
De acuerdo con Mareva Gillioz, dietista integrativa y coach especializada en alimentación y bienestar emocional, “esto se debe a que nuestro cerebro e intestino están estrechamente relacionados. Este es el motivo por el que, si nuestro intestino sufre de inflamación y malestar debido lo que comemos, tendremos una ‘mente inflamada’. Por ello, y porque contiene también sus propias neuronas, de ahí que también se denomine al intestino el ‘segundo cerebro’, aclara la experta.
Puede que las neuronas intestinales se enfaden inflamándose cuando las cerebrales pierden la razón y nos lanzamos sobre las golosinas, dulces y otros alimentos malévolos para superar un bajonazo anímico, pero que levante la mano la que no haya sucumbido a la tentación efímera sin pensar (por ignorancia o a sabiendas) en las consecuencias emocionales a medio y largo plazo.
“El consumo excesivo de determinados estimulantes que ingerimos para sentirnos más activos o animados suele tener el efecto adverso”, afirma la experta culinaria. “Frente a esa sensación inicial de energía, con el transcurso de las horas el resultado puede ser opuesto al deseado. A priori obtenemos un placer inmediato, pero los efectos en nuestro cerebro son lo contrario, provocando negatividad y mal humor”, añade. En definitiva, euforia ahora, bajón en un rato. Y ahí está la trampa, que para animarnos de nuevo, volvemos a comer lo mismo. Mientras el paladar entra en bucle, la microbiota intestinal se desequilibra y las malas emociones con ella.
La pregunta del millón: ¿se tiene que renunciar de por vida a las golosinas, dulces a o saladas, cuando embargue el desánimo, la ansiedad o el estrés? No, simplemente hay que consumirlas con tiento y sensatez. Si la tristeza se cuela en tu mente, alimenta tus ‘cerebros’ (el craneal y el intestinal) con chutes de alegría duradera. De hecho, hay alimentos ricos en triptófano, -como el queso, el plátano, los frutos secos, incluso el chocolate negro y muchos otros manjares-, que estimulan la segregación natural de la serotonina y la melatonina, las hormonas de la felicidad más conocidas. El magnesio y la vitamina C son también buenos aliados del buen humor. En el lado de los villanos se posicionan los azúcares refinados, las grasa transgénicas y los alimentos ultraprocesados.
Texto original publicado en la Revista VOGUE
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