Los indígenas y los sindicalistas piden, los políticos y los municipios piden, la clase media y las organizaciones sociales piden. El Estado pide. Todos, al unísono, piden leyes, subsidios, condonaciones, espacios de poder, concesiones y ventajas, y algunos claman incluso por impunidad. Hablan de derechos, los proclaman y reiteran. Y ahora se los grita piedra en mano. Entre ese estrépito de reclamos, me pregunto: ¿y las obligaciones, y la responsabilidad, y la solidaridad, y el respeto y la tolerancia? ¿Y el sentido de país, y aquel mínimo de generosidad que hace posible la vida en comunidad?
Esta es una sociedad que se “moviliza” fundamentalmente para exigir y recibir. Esa ha sido la constante de una historia que ahora se profundiza, al punto que las manos ya no se extienden en el gesto de saludo que fue signo de civilización. Ahora son puños levantados que se aprietan en la piedra, el palo o el arma. Vivimos la cultura de pedir e imponer al ritmo del griterío y las consignas, de las reivindicaciones y las resistencias. Se exige todo, al tiempo que se articulan, bajo el camuflaje de “doctrinas”, los prejuicios, intereses y rencores que desmienten la condición de país.
Vivimos una circunstancia cuyo hilo argumental es la negación de los consensos básicos que hacen posible el hecho de vivir juntos. Sin embargo, presumimos de nación soberana, pero no tenemos proyecto de país. ¿Qué nos une? El particularismo se impone. Predomina el egoísmo que alimenta la convicción equivocada de que cada individuo, grupo, sector, comunidad o región es lo primero y lo último que existe. Y sus intereses son lo único legítimo.
Nadie propone soluciones. Nadie se compromete ni sugiere. La línea argumental es “si no me dan, paralizo”, marcho. La sensatez parece extinguida. Prospera la ideología del reparto, la táctica de “esto y más me merezco”, y así, vamos de tumbo en tumbo, de presidente a presidente, de caudillo a aprendiz de dirigente. Las constituciones y las leyes son evidencia de esa cultura, están saturadas de esa vocación de sociedad paternalista, infantil, dependiente del Estado y de los caudillos, impermeable a toda disciplina, a todo principio que se aparte de las reglas de la ventaja.
¿Qué hay pobreza?, sin duda, y hay que esforzarse por superarla. Pero, ¿será el remedio la violencia y la intransigencia del reclamo? ¿Será la solución esperar todo del Estado, o, más bien propiciar un clima de paz para trabajar? Me pregunto si la aspiración es realmente buscar soluciones o agitar las aguas, “combatir” a la empresa privada, intimidar a la población y crear las condiciones para implantar el socialismo que ha fracasado en todas partes?
Que hay desigualdades, pues hay que trabajar para corregirlas; pero la violencia las acentúa, aleja las inversiones y arruina a la sociedad.
Texto original publicado en Diario El Comercio
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