Dos décadas más tarde, los ataques del 11 de septiembre de 2001 proyectan una sombra tan alargada como la que ofrecían las torres gemelas.
Los atentados en Nueva York y Washington quedaron indeleblemente grabados en la memoria de los estadounidenses.
Una encuesta del Centro de Investigaciones Pew realizada en agosto pasado revela que 93% de los estadounidenses mayores de 30 años recuerdan con precisión dónde estaban aquel día.
En otro sondeo del Pew, hecho hace cinco años, 76% de los consultados mencionaron estos ataques como uno de los 10 eventos históricos ocurridos durante su vida, superando con creces otros hechos como la elección de Barack Obama como el primer presidente afroestadounidense (40%) o la revolución tecnológica de las últimas décadas (22%) que trajo consigo las computadoras, internet, los teléfonos móviles y la redes sociales.
Pero aquella acción del grupo islamista Al Qaeda, liderado por un hasta entonces casi desconocido Osama bin Laden, terminaría teniendo un impacto global.
BBC Mundo te cuenta cinco aspectos en los que los ataques del 11-S transformaron el mundo en los últimos 20 años.
La respuesta del gobierno Estados Unidos al derribo de las Torres Gemelas fue el anuncio de un nuevo tipo de guerra, una en la que el enemigo ya no era un estado-nación y cuyos límites no estaban claramente definidos.
“Nuestra guerra contra el terror comienza con Al Qaeda, pero no finaliza allí. No terminará hasta que cada grupo terrorista de alcance global haya sido encontrado, detenido y derrotado”, dijo el 20 de septiembre de 2001 el presidente George W. Bush en un discurso ante el Congreso estadounidense.
Pocas semanas después, fuerzas angloestadounidenses comenzaron el bombardeo de objetivos de Al Qaeda y del régimen Talibán que les acogía en Afganistán.
Así se inició la “guerra global contra el terrorismo”.
Un año más tarde, en su estrategia de seguridad nacional, el gobierno estadounidense anunció su disposición de hacer frente a potenciales amenazas de grupos terroristas o de “estados canallas“ a través de ataques preventivos.
Estos podrían ejecutarse sin que existiera una amenaza inminente, incluso cuando no hubiera certeza ni de cuándo ni de dónde estos actores podrían realizar sus atentados.
Esta nueva política -que luego sirvió para justificar la posterior guerra en Irak- y otras adoptadas por el gobierno de Bush tras el 11-S generaron mucha polémica, pero los expertos consideran que posteriormente han sido convalidadas de forma tácita o explícita por otros gobiernos en el mundo.
“La administración de Obama y muchos otros gobiernos aceptaron que los gobiernos pueden usar la fuerza militar en contra de actores no estatales como Al Qaeda y el autodenominado Estado Islámico y que las leyes internacionales sobre la guerra, más que simplemente las leyes internas sobre terrorismo, pueden ser las normas más apropiadas para aplicar”, escribió en un análisis John B. Bellinger III, investigador senior del Council on Foreign Relations (CFR), un centro de estudios con sede en Nueva York.
“Muchos gobiernos ahora también coinciden en que un estado amenazado puede en ocasiones usar la fuerza militar en contra de actores no estatales y de sospechosos de terrorismo en terceros países, sin la autorización de su gobierno, en caso de que ese país no tenga la voluntad o no pueda mitigar la amenaza”, agregó.
Aunque el fin de la guerra en Irak y la reciente retirada de Afganistán podrían dar la impresión de que la “guerra contra el terrorismo” llegó a su fin, los datos revelan una realidad distinta.
En las últimas dos décadas, las fuerzas de EE.UU. han luchado o han participado en operaciones de combate en, al menos, 24 países.
Más recientemente, en los últimos tres años, han combatido en 8 países y han ejecutado ataques aéreos o con drones en 7 países, pero además han participado en algún tipo de actividad antiterrorista (lo que incluye también entrenamientos y asesorías) en 85 países, de acuerdo con el proyecto Cost of War de la Universidad de Brown.
Aunque la guerra en Afganistán logró arrebatarle a Al Qaeda su santuario y las operaciones antiterroristas eventualmente llevaron a la muerte de su líder, Osama bin Laden, la amenaza de grupos islamistas radicales no ha hecho más que aumentar desde el 11-S.
Entre 2019 y 2020, Al Qaeda y sus grupos afiliados tenían presencia en unos 15 países y disponían de más de 25.000 militantes, de acuerdo con estimaciones publicadas por el CFR.
Por otra parte, la guerra de Irak creó las condiciones para el surgimiento del autodenominado Estado Islámico que, más allá de haber controlado gran parte del territorio de Irak y Siria, logró ejecutar muchos ataques en otros lugares del mundo.
Y es que desde el 11-S ha habido numerosos atentados mortales de inspiración yihadista en decenas de países, así como una cantidad indeterminada de planes de ataque que han sido abortados a tiempo.
Bali, Moscú, Madrid, Londres, Mumbai, Nairobi, Peshawar, París, Sousse Beach, Beirut, Bruselas, Dacca, Niza, Estambul, Barcelona y Marsella, son algunas de las localidades que han sufrido acciones mortales que han sido vinculadas con militantes o seguidores de organizaciones radicales islamistas.
Desde el 11-S se ha multiplicado por cuatro el número de grupos yihadistas incluidos en la lista del departamento de Estado como “organizaciones terroristas”, según el CFR.
Pese a los esfuerzos de las propias comunidades islámicas por combatir, condenar y desligarse del extremismo de los grupos yihadistas, los musulmanes en Estados Unidos han reportado desde el 11-S un incremento de la islamofobia en ese país.
En los meses que siguieron al atentado contra las Torres Gemelas, los crímenes de odio contra musulmanes se dispararon en Estados Unidos de 28 en el año 2000 a 481 en 2001, según datos del FBI.
Aunque en los años siguientes hubo un descenso, el número de casos se mantuvo desde entonces de forma consistente por encima de 100 al año y en la última década se ha registrado un promedio anual de 198 ataques contra musulmanes por causa de su fe.
La discriminación también ha golpeado a esta comunidad. Una encuesta realizada en 2017, encontró que 48% de los musulmanes consultados en Estados Unidos decían haber sufrido algún tipo de acción de este tipo por razones religiosas durante el último año.
Pero la islamofobia post 11-S no se limita a Estados Unidos.
Un estudio del Centro Pew realizado en 2016 en 10 países europeos encontró que, en promedio, 47% de los consultados tenía una visión negativa de los musulmanes. En países como Hungría, Italia, Polonia y Grecia, este porcentaje era superior al 65%, mientras que en Reino Unido y Alemania -donde era menor- se ubicaba en 28% y 29%, respectivamente.
En marzo de este año, el relator especial de la ONU sobre libertades religiosas publicó un informe en el que denunciaba que numerosos gobiernos -así como organismos regionales e internacionales- han respondido a las amenazas de seguridad adoptando medidas que se enfocan de forma desproporcionada en los musulmanes, a quienes definen como de “alto riesgo” o en “riesgo de radicalización”.
“La islamofobia erige constructos imaginarios en torno a los musulmanes que son usados para justificar la discriminación avalada por el estado, la hostilidad y la violencia contra los musulmanes”, señala el reporte.
Tras el derrumbe de las Torres Gemelas también cayeron muchas protecciones al derecho a la privacidad.
“El equilibrio entre privacidad y seguridad nacional cambió de forma notable tras el 11-S. Con la aprobación de la Ley Patriota en octubre de 2001, los funcionarios del gobierno obtuvieron una nueva autoridad para vigilar posibles amenazas”, escribieron los expertos Darrell M. West y Nicol Turner Lee en un análisis publicado por el Brookings Institution, un centro de estudios con sede en Washington D.C.
“En el caso de ciudadanos estadounidenses, los responsables podían ir a un tribunal de Vigilancia de Inteligencia Extranjera y solicitar permiso para monitorear llamadas, emails y/o mensajes de texto”, señalaron.
“Con la llegada de los teléfonos inteligentes y la prevalencia de las comunicaciones eléctrónicas, las autoridades desarrollaron nuevas herramientas para vigilar a individuos concretos y hacer seguimiento a su ubicación usando información de geolocalización. Tomadas en conjunto, estas acciones expandieron dramáticamente el poder del gobierno para realizar una vigilancia masiva“, agregaron.
El uso de estas nuevas capacidades de vigilancia para espiar a los propios estadounidenses fue denunciado en 2013 por Edward Snowden, un excontratista que trabajó para la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos (NSA, por sus siglas en inglés) y que filtró a la prensa documentos secretos que ponían al descubierto estas operaciones.
Aunque muchos le tacharon de traidor y la Fiscalía estadounidense le acusó de violar la Ley de Espionaje, una corte federal de apelaciones determinó en 2020 que el programa de vigilancia denunciado por Snowden era ilegal y probablemente inconstitucional y que al haber recolectado en secreto los registros telefónicos de millones de estadounidenses había violado la Ley de Vigilancia de la Inteligencia Extranjera.
Estados Unidos no ha sido el único país que ha incurrido en estas operaciones de vigilancia masiva en el contexto de la llamada guerra global contra el terrorismo.
De acuerdo con las revelaciones de Snowden, el programa de vigilancia estadounidense operaba en conjunto con los socios de la alianza de inteligencia Five Eyes (Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda).
De igual modo, otros países del mundo han explotado las nuevas capacidades de vigilancia tecnológica, incluyendo el uso masivo de cámaras de vigilancia en los espacios públicosy de programas de reconocimiento facial, un campo en el que China parece ser líder mundial.
En 2019, un fallo de seguridad dejó al descubierto la base de datos de una compañía china que se dedica al reconocimiento facial en tiempo real y solamente en las 24 horas precedentes había registrado imágenes correspondientes a 6,8 millones de ubicaciones, según reseñó CNET.
La lucha por la defensa de los derechos humanos también fue otra víctima colateral de los atentados del 11-S.
Enfrentados ante el miedo de ser víctimas de un ataque mortal, muchos estadounidenses comenzaron a justificar el uso de los duros métodos de interrogatorio -considerados como torturas por los defensores de derechos humanos- que las autoridades de ese país aplicaron a quienes eran detenidos por ser sospechosos de terrorismo tras el ataque a las Torres Gemelas.
Una investigación realizada en 2015 por el Centro Pew encontró que 58% de los estadounidenses consideraban que estas prácticas estaban justificadas.
Ese estudio incluyó encuestas realizadas en 40 países y, aunque en la mayoría de ellos los consultados rechazaban estos interrogatorios extremos, había otros 11 países que compartían la posición de los estadounidenses.
Al mismo tiempo, las denuncias sobre los abusos cometidos en la cárcel de Abu Ghraib (Irak) o en la prisión de Guantánamo -adonde Estados Unidos trasladó a muchos sospechosos de terrorismo para no concederles las garantías jurídicas que les corresponderían si estuvieran en territorio estadounidense- debilitaron ante el mundo la imagen de esa potencia como un país defensor de los derechos humanos.
En este caso también las políticas estadounidenses terminaron incidiendo en la actuación de otros gobiernos.
“Estados Unidos no solo cooptó a sus aliados en acciones ilegales como el uso de su territorio para rendiciones extraordinarias [el secuestro y entrega a otros países de sospechosos de terrorismo], sino que también deshumanizó aún más a los regímenes autoritarios al impulsar nuevas leyes antiterroristas, entregando a sospechosos capturados en Afganistán, Irak y Pakistán; y permitiendo detenciones arbitrarias y desapariciones forzadas. Ese fue el caso en Egipto, Jordania, Marruecos y de varios estados del Golfo”, señaló en un análisis Patrycja Sasnal, jefa de Investigación del Instituto Polaco de Relaciones Internacionales.
La experta señaló que a cambio de recibir cooperación de otros gobiernos en la lucha antiterrorista, Estados Unidos aceptó que estos cometieran violaciones de los derechos humanos, aplicando estados de emergencia prolongados y realizando audiencias de casos de terrorismo pobremente sustanciados en tribunales especiales.
“Una consecuencia de la guerra contra el terror post 11-S es que el contraterrorismo se ha convertido en un pretexto aceptado globalmente para otras políticas no relacionadas. China y Rusia lo usan con frecuencia para justificar acciones contra la oposición, activistas, minorías; o para intervenciones en otros países”, agregó Sasnal en el texto publicado por el CFR.
De acuerdo con la experta estas acciones debilitaron la posición y la credibilidad de Occidente en el mundo.
“La hipocresía percibida en las democracias -primeros garantes y defensores del derecho internacional- debilitó la integridad de ese derecho en conjunto”, concluyó.
Texto original publicado en la BBC
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