Una propuesta de reforma tributaria planteada por el presidente Iván Duque desató masivas protestas populares en Colombia. En dos semanas se han registrado al menos 27 muertos, según las cifras oficiales. Notemos: en dos semanas hay en Colombia una cifra equivalente de muertos a los que debió padecer Chile en cinco meses del estallido social iniciado en octubre de 2019. Pese a que la reforma fue retirada, las protestas continúan: no hay acuerdo a la vista entre el Gobierno y el Comité de Paro, que agrupa a centrales sindicales, organizaciones rurales y estudiantiles.
¿Cómo entender las características de semejante protesta, su persistencia y su violencia? Colombia tiene una historia de guerra interna casi ininterrumpida de más de 70 años, con una Policía militarizada bajo la autoridad del Ministerio de Defensa. Esta tradición de represión y violencia ha caracterizado, prácticamente, todo el siglo XX colombiano. De hecho, uno de los efectos más dramáticos de esa larga confrontación ha sido la deslegitimación de casi cualquier forma de protesta ciudadana, acusada casi siempre de terrorismo y de estar ligada a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), al Ejército de Liberación Nacional (ELN), al narcotráfico, o a todas al mismo tiempo.
La más relevante consecuencia política reciente de esa historia de confrontación interminable ha sido la construcción de una hegemonía estable durante 20 años: el país ha estado marcado por la controvertida figura de Álvaro Uribe Vélez. El uribismo emergió precisamente a partir de la radical oposición a la negociación que propuso el entonces presidente Misael Pastrana con FARC. El fracaso de esas conversaciones en 1999 es el antecedente inmediato e inescapable de la victoria electoral de Uribe en las elecciones de 2002. El primer presidente colombiano en reelegirse inmediatamente desde la Guerra de los Mil Días, fue capaz de dejar tras de sí una estela de delfines más o menos obedientes: Juan Manuel Santos y, luego, Iván Duque. La agenda esencial de esa sucesión de victorias electorales no fue tanto un programa económico neoliberal, centrado en una comunión con el gran empresariado nacional, sino la exigencia del orden a todo precio. Lo que el uribismo llamó la “política de seguridad democrática”, es decir, la solución militar al conflicto armado con las guerrillas nacidas en los años 1960, terminó por convencer y derechizar a una población hastiada de la guerra.
Una segunda consecuencia de enormes repercusiones es la construcción de una policía y un ejército entrenado y construido en la contra-insurgencia que desconfía de cualquier manifestación callejera, y de cualquier organización social que reclama derechos, así sea de forma pacífica. La dispersión de la lógica de la guerra en los poros más íntimos de la sociedad colombiana, en una verdadera metástasis de grupos irregulares, de grupos paramilitares, de bandas de sicarios baratos, es sin duda una de las peores tragedias latinoamericanas, lamentablemente no la única.
Las cosas empezaron a cambiar a partir del año 2011. Desde entonces Colombia conoce una fase de ascenso de las luchas sociales y populares, que coincide con el debilitamiento y la casi extinción de las guerrillas. El llamado uribista al orden empezó a perder credibilidad. No es casualidad que fuera precisamente la oposición al acuerdo de paz negociado por Juan Manuel Santos, el que llevara de vuelta al uribismo al Palacio de Nariño, aupado por el sorpresivo resultado del referendo ratificatorio de 2016. Pero para la generación más joven la imposición del orden desde arriba y a la fuerza era cada vez menos aceptable. No debe llamar la atención que fueran precisamente las movilizaciones estudiantiles quienes dieran la señal de cambio desde las calles. Junto a ellas, fue creciendo también una resistencia local, dispersa y rural a la expansión de los proyectos extractivos, mineros y petroleros, en zonas que poco a poco dejaban de ser asociadas automáticamente a las guerrillas y su dominio territorial. A fines de 2019, la fase de ascenso coronó en un inmenso paro nacional, de nuevo ampliamente liderado por jóvenes y estudiantes, en el marco de las protestas que incendiaron América Latina en esos meses finales de la segunda década del siglo.
Las movilizaciones colombianas se apaciguaron por la pandemia, pero lo que prueban las manifestaciones es curso es que solamente se acumularon los agravios, como en una olla de presión, alimentada, además, por una gestión desastrosa e incompetente de un gobierno sordo e incapaz. Esta vez, los anteriores protagonistas de la rebelión encontraron un nuevo acompañante en los jóvenes de las barriadas más pobres, marginales y destituidas de Colombia, donde cunde el desempleo, la desesperación y la clausura de cualquier oportunidad vital.
Es por eso por lo que el retiro de la propuesta de reforma tributaria por parte del gobierno de Iván Duque, no alcanzó para apaciguar el descontento y las protestas en la calle. Hay una combinación de hastío contra un gobierno que representa límpidamente la salida violenta, autoritaria y militar al problema del orden; y de una crisis económica que multiplica los graves problemas de exclusión y desigualdad que el estricto neoliberalismo uribista exacerbó en una de las sociedades más desiguales del continente más desigual del mundo. Es por ello que la negociación de una salida inmediatas a las protestas no depende tan solo de las cabezas visibles de las dirigencias del Paro. Como en el Chile del “estallido”, cuando las negociaciones parlamentarias para convocar un plebiscito para el cambio constitucional fueron incapaces de convencer a las bases movilizadas e indignadas, el apaciguamiento de la indignación colombiana depende poco de una organización centralizada o alguna asociación de organizaciones centralizadas.
Está en juego algo más largo: la erosión del proyecto político autoritario y del proyecto económico neoliberal del uribismo, con su combinación de violencia militar y exacerbación de las desigualdades económicas. Está también en juego algo más profundo: una transformación de fondo de la actitud de las fuerzas del orden. Existen varios videos incontestables que muestran descarnadamente la brutalidad del trato a los manifestantes. Los testimonios y las evidencias del abuso policial son abrumadoras. La reforma policial solo podrá empezar en la práctica cuando se persiga y detenga a quienes cometieron esos abusos flagrantes; y eso podría, quizá, empezar a calmar las aguas. También puede ocurrir aquello que espera el Gobierno: que los manifestantes se cansen. Pero eso solo anuncia una nueva e incierta acumulación de agravios que puede volver a explotar, como una olla de presión social.
La presión internacional es importante y bienvenida, ya sea de la sociedad civil, de organizaciones sociales, de gobiernos, de las comisiones y de los organismos multilaterales de defensa de los derechos humanos. Pero hay que tener presente que el Estado colombiano tiene una larguísima historia de violaciones a los derechos humanos, de asesinatos extrajudiciales, de torturas y desapariciones. Su récord es abrumador. Las críticas y pronunciamientos internacionales contribuyen; pero es claro que la principal fuente de cualquier solución nacerá de los actores sociales de la propia Colombia.
En un contexto en que las guerrillas están muy debilitadas y las FARC no son una fuerza política relevante (en las elecciones pasadas obtuvieron apenas el 0.5% de los votos), la principal fuente de legitimación y polarización del uribismo se diluye. En una sociedad que va despertando, creciendo y perdiendo el miedo, la cuenta del futuro cae del lado de una nueva generación que se ha politizado en la participación social en las calles desde hace una década. Quizá concierna a esa nueva generación la tarea de inventar otra noción y otra fuente para el orden social. La alternativa a la imposición es la democracia; y la alternativa a la desigualdad es la justicia.
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