A propósito de la pandemia, Manuel Castells, experto en la sociedad de la información y el mundo disruptivo de las tecnologías dijo: “No es el fin del mundo. Pero es el fin de un mundo. En el que habíamos vivido hasta ahora.” Ciertamente, la salida de la emergencia obliga a impulsar cambios de fondo en el ser, estar y hacer. Es época de adecuar las estructuras de poder para servir sobre todo a los ciudadanos, por esto hoy debe retomar fuerza el sueño integracionista andino y latinoamericano. La Comunidad Andina es una meta inmediata.
Complementarnos y fortalecernos en conjunto es tarea inaplazable, abandonando la prepotencia y arrogancia propias del nacionalismo, acercándonos en clave de solidaridad y humanismo, para depender menos de países lejanos que cuidan sus intereses.
La organización supranacional no anula roles históricos de gobiernos nacionales, más bien se suma para potenciarlos; además, puede contribuir en ámbitos como: creación de sinergias para compartir know-how; adopción de políticas comunes en salud, movilidad, economía, empleo; impulso a la industrialización potenciando redes de producción y consumo en proximidad; transporte e interconexión; conformación de circuitos de asistencia mutua para luchar contra delitos de cuello blanco; disponibilidad de suministros y equipos médicos baratos; inversión extranjera; investigación científica y biotecnología.
La integración regional podría generar iniciativas de gran calado para apoyar a los países y sus ciudadanos mediante una campaña internacional para conseguir donaciones, la estructuración de un fondo de solidaridad y de un plan de reaseguro para el desempleo. Así, la integración, a más de los beneficios usuales que brinda a los asociados en lo económico y comercial, contribuiría también al fortalecimiento de la infraestructura sanitaria y, a la atenuación de los impactos sociales y económicos del virus. La unión hace la fuerza, más aún en tiempos duros.
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