El video de un miembro de la Policía pateando a un delincuente, que se viralizó gracias a la acción de las redes sociales, muestra la forma instintiva en la que el ser humano tiende a actuar. El video denota un agente de la fuerza pública que, en ejercicio de sus funciones constitucionales y enfurecido por la agresión de la que fue víctima su familia, agrede violentamente a un delincuente, con claras motivaciones de venganza y de “justicia por mano propia”.
Nuestra condición humana e imperfecta y nuestros bajos instintos, pueden generar que haya quienes justifiquen estos hechos violentos, como -en efecto- ha ocurrido. Pero, como seres humanos racionales que somos, no podemos dejar que esos instintos se apoderen de nuestro buen juicio. Como sociedad, no podemos justificar ni validar actuaciones violentas como estas.
El contrato social de Rousseau que rige nuestras sociedades, está basado en la idea de que los ciudadanos, de forma voluntaria, le cedemos al Estado parte de nuesta libertad; para que, a cambio, nos otorgue seguridad y ciertas garantías. Eso implica que, entre otras cosas, renunciamos a tomar venganza por mano propia frente a los agravios de los que podemos ser víctimas, para permitir que el Estado, a través de la ley y del sistema de justicia vigente, intervenga en nuestro nombre. Entonces, una actuación como la del video, no es aceptable en un Estado de Derecho como el nuestro.
Más aún, hay que recordar que, en este caso, el agresor no es un ciudadano común sino un agente estatal, investido de atribuciones constitucionales y legales, y permitido de recurrir legalmente a la fuerza, únicamente en ciertas circunstancias.
Nuestra Constitución establece que la principal función de la Policía es la protección ciudadana y, por lo tanto, un policía tiene siempre una posición de garante de los derechos de los individuos, independientemente de quien se trate –más, si se encuentra bajo su custodia. En el video se observa que el agente, en ejercicio de sus funciones, somete al delincuente, lo esposa y lo neutraliza, conforme dicta el Protocolo. Durante esta actuación, el policía mantiene su posición de garante y su obligación era llevar al delincuente frente a las autoridades judiciales correspondientes, de manera que se inicie un proceso judicial.
Si bien es necesario reconocer que la Policía está habilitada para recurrir a la fuerza en ciertos casos, este recurso está estrictamente limitado por el ordenamiento jurídico. Varios pronunciamientos de la Comisión y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos han establecido que el uso progresivo de la fuerza tiene dos filtros: primero, el principio de distinción, que obliga a los gendarmes a diferenciar aquellas situaciones que requieren el uso de la fuerza, de aquellas que no. Hay, por ejemplo, ciertas circunstancias como la defensa propia o de terceros, que habilitan dicho uso. Adicionalmente, tenemos el principio de proporcionalidad que indica que, cuando dicha fuerza requiere ser empleada, debe corresponderse con el evento al que se enfrenta, sin exceder de ese límite.
Al agredir al delincuente, en este caso, el policía no actúa en apego al marco de sus funciones. El delincuente no representaba amenaza alguna ni para el policía ni para un tercero en ese momento, pues se encontraba completamente neutralizado. Es decir, no había necesidad de defensa ni de persecución, por lo que el uso de la fuerza no se justifica. Se incumplen, entonces, ambos principios, de distinción y de proporcionalidad.
Consecuentemente, es inaceptable que María Paula Romo, Ministra de Gobierno y, por tanto, líder de la Policía Nacional, justifique este comportamiento ilegal, arbitrario y contrario al protocolo, ejercido de parte de un oficial a su cargo. Su actitud contribuye a avalar y perpetuar los mismos patrones violentos al interior de la Policía.
En mi criterio, la Ministra debió haber tomado medidas administrativas sobre el policía, pues hay una lección importante que la fuerza pública estatal parece no comprender todavía: el uso de la fuerza por agentes del Estado no es ilimitado. Con las declaraciones de la Ministra, se perdió una oportunidad importante de enviar un mensaje sólido de “cero tolerancia” a los excesos policiales.
Muchas voces ciudadanas alegan que los defensores de DDHH que rechazamos actuaciones como la del policía en cuestión, nos “ponemos del lado los delincuentes”. Falso. Nuestro interés es defender los derechos de todos los individuos, sin distinción. Todos tenemos derechos y, en la medida de la Ley, esos derechos deben ser respetados. Ese es nuestro mandato como defensores y, sí, eso aplica también para los delincuentes pues su condición humana así lo exige.
Adicionalmente, es necesario que entendamos que el uso inadecuado de la fuerza es un peligro para todos, no solo para los delincuentes. Si no entendemos conceptualmente que los gendarmes no pueden utilizar la fuerza como les place, mañana, esa misma Policía podría usar la fuerza en contra de cualquier individuo de forma desmedida: agrediendo a manifestantes pacíficos en medio de una protesta o hasta torturando a personas privadas de la libertad. Si comenzamos a abrir la puerta para justificar el uso inadecuado de la fuerza, ponemos en riesgo nuestra propia integridad. El precio de validar estas actuaciones es enorme, pues el Estado de Derecho se pone en peligro.
Este comportamiento de la Policía demuestra que es imperativo fortalecer la capacitación policial. Lo acontecido evidencia que existen patrones agresivos y violentos que se siguen repitiendo en las filas de la Policía. Personalmente, he impartido clases de DDHH a miembros policiales y la sensación como instructora es que los agentes de la fuerza pública tienen un rechazo generalizado a estos temas. No existe receptividad de su parte y las consecuencias son justamente las del video.
Es necesario redoblar esfuerzos para lograr que estos principios de protección básica a DDHH sean interiorizados por los agentes tanto policiales como militares. Tal vez sea necesario replantear la forma en la que se imparten estos cursos, de manera que logremos de forma efectiva no solo transmitir conocimientos en materia de derechos, sino lograr generar empatía en la Policía.
No obstante, más allá de la Policía, la sociedad ecuatoriana en su conjunto precisa también un cambio cultural. Basta de normalizar la violencia. Es necesario que todos, en diferentes niveles, hagamos un compromiso con los DDHH con miras a la protección general -y si aquel fin no es suficiente, también con miras a salvaguardar nuestra propia integridad.
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