Históricamente se ha entendido que la ley es la manifestación de la voluntad soberana que, en la forma prescrita por la Constitución, manda, prohíbe o permite. Recordemos que el soberano es el pueblo, y que este es diverso en su cultura, identidad y definiciones sustanciales.
Por esto, la ley necesariamente tiene que ser de carácter general, aunque en ella siempre puedan caber prescripciones especiales o excepcionales. A partir de estas premisas es atinado colegir que quienes hacen la ley deben desempeñarse con responsabilidad, pensando en el interés general, incluso por sobre su propio provecho y visión del mundo y de las cosas. Sin embargo, desde la Asamblea Nacional se envían señales potentes en otro sentido.
El tratamiento legislativo acerca de la inconsulta penalización del aborto por violación, el bloqueo de la introducción de mecanismos idóneos para recuperar lo robado por los corruptos, el mantenimiento de un método de asignación de escaños que impide profundizar la democracia, son ejemplos de un accionar que no se compadece con las necesidades sociales. En los casos aludidos se evidencia que las mayorías legislativas circunstanciales adoptan decisiones sobre asuntos sensibles para la ciudadanía, comportándose de manera irresponsable con ella. Cada vez tenemos más evidencias de que en el accionar legislativo prevalecen, sobre todo, visiones e intereses de las índoles política, religiosa, electoral, etc., frente a lo que se requiere para la realidad actual.
El soberano elige en las urnas a sus representantes para que legislen en el marco de un Estado democrático y laico. Pero esto se incumple; la Legislatura tiene una deuda moral enorme, así como un deber constitucional y legal de proveer a la sociedad de un régimen jurídico libre de dogmas, prejuicios y concepciones que ahora son caducos. La responsabilidad del legislador lo obliga a estar a la altura de las expectativas de los pueblos en el presente siglo.
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