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Maduro y la necrofilia

Juan Tibanlombo (+)
Dialoguemos EC
jueves, enero 31, 2019
Ahora en el colmo de la paranoia, tras la decisión del gobierno ecuatoriano de no reconocer un gobierno ilegítimo como la mayoría de democracias de Occidente, Maduro ha reclamado a Ecuador devolver a Venezuela los restos de Antonio José de Sucre
Tiempo de lectura: 4 minutos

El británico Bob Astles es muy conocido por haber sido el consejero de uno de los dictadores más sádicos y despiadados de África, Idi Amín, más conocido como Rata Blanca, antiguo boxeador y exmilitar. Astles llegó a Uganda en 1951 como supervisor de obras públicas, cuando el país africano formaba parte del imperio de su majestad. Tras la independencia de Uganda, 11 años después, Astles decidió permanecer en Kampala donde consiguió escalar socialmente hasta montar una compañía aeronáutica.

El primer presidente de la Uganda independiente, Milton Obote, le nombró director general de la televisión pública hasta 1971, cuando el entonces jefe del Estado mayor, Idi Amín, encabezó un golpe de Estado. Amín intentó conservar a Astles a su lado, pero el británico rechazó la oferta. Cuatro meses en las prisiones ugandesas le hicieron cambiar de parecer y volvió al gobierno como dirigente de la compañía estatal aérea hasta llegar a ser el más influyente jefe de la oficina anticorrupción.

Astles fue uno de los rostros más visibles de una dictadura cruel y opresiva, con unas fuerzas del orden que purgaban a todo aquel que fuese percibido como un peligro para el Estado. Los cadáveres de las víctimas del régimen eran arrojados al lago Victoria como alimento para los cocodrilos.

Su excelencia, Mariscal de campo, Presidente vitalicio de Uganda, Conquistador del imperio británico, Rey de Escocia, Señor de todas las bestias de la tierra y peces en el mar, Asesino de Kampala y Calígula de África son solo algunos de los títulos concedidos a Amín.

Este boxeador, campeón de pesos pesados entre 1951 y 1960, que había estudiado hasta segundo de primaria y había ordenado la transmisión televisada de la decapitación de sus oponentes, precisando que debían vestir de blanco para ver mejor el derramamiento de su sangre, admiraba a Adolf Hitler.

Si algo caracteriza a las dictaduras llamadas izquierdistas o militares, a sus líderes, es su obsesión por la necrofilia. Los muertos son su gran pasión, porque les pueden rendir pleitesía sin riesgo: como están muertos no se convierten en un peligro para su proyecto autoritario. Son solo muertos a los que atribuyen características que suponen ellos tienen como lo que consideran valentía, honor, lealtad, nobleza, patriotismo, el desinterés por las cosas materiales porque todo les llega sin esfuerzo; basta con pedirlo a su subalterno de turno. Nadie vivo puede compararse con ellos. Esa obsesión por la necrofilia es solo comparable con su obsesión por la vida eterna.

América Latina tuvo la oportunidad de seguir en vivo y en directo uno de esos episodios, tal vez uno de los más repulsivos y denigrantes de toda condición humana: la de Hugo Chávez rogando a dios por más vida y a sus súbditos en llanto porque el Imperio supuestamente había inoculado a su líder amado un veneno mortífero para evitar que fuera el salvador de la humanidad.

Su funeral fue digno de cualquier dictadura africana, con mausoleo propio al que iban en peregrinación los chavistas de América Latina a rezar a un ataúd, mientras Venezuela se seguía deshaciendo por la falta de medicinas y alimentos ante la destrucción de su aparato productivo por el odio a la empresa privada.

Una ceremonia digna de cualquier dictador no podía ser cualquier funeral. Maduro, ante la incertidumbre del lugar donde pondrían su féretro, tras siete horas y trece kilómetros de recorrido del cadáver desde Cuba hasta la Academia Militar del Ejército Bolivariano, anunció que los mantendrían en la capilla ardiente una semana y que su intención era embalsamar el cuerpo y exponerlo en el Cuartel de la Montaña (antiguo Museo Histórico Militar), para envidia de Eva Perón, Lenin o Stalin. Los expertos forenses arruinaron su sueño.

El Cuartel de la Montaña finalmente acogió sus restos, donde el arquitecto Fruto Vivas construyó la Flor de los Cuatro Elementos, un acto de megalomanía al más puro estilo de Lorenzo y Giuliano de Medici, los nobles del Cinquecento florentino cuyos restos reposan en las tumbas de mármol que Miguel Ángel construyó en la basílica de San Lorenzo.

Ni bien llegado al poder en 2013, tras la larga y misteriosa muerte de Hugo Chávez y unas elecciones fraudulentas a todas luces, Nicolás Maduro acumuló miles de denuncias de conspiraciones contra la estabilidad de Venezuela y su propia vida, entre operaciones de magnicidio, intentos de golpe de Estado, planes para envenenarlo, intentos de acabar con su vida gestados en Miami con sicarios colombianos armados a sueldo de la misma oposición que habría dado el golpe de Estado contra Chávez en 2002.

Esa paranoia también identifica a los dictadores. Todos temen por su muerte, porque su conciencia siempre anda muy mal. Hay que darles el derecho a la duda de que tengan conciencia.

Ahora en el colmo de la paranoia, tras la decisión del gobierno ecuatoriano de no reconocer un gobierno ilegítimo como la mayoría de democracias de Occidente, Maduro ha reclamado a Ecuador devolver a Venezuela los restos de Antonio José de Sucre. “Si el presidente de Ecuador odia tanto a Venezuela, que nos devuelva los restos de Antonio José de Sucre que reposan en la catedral de Quito”, ha dicho Maduro.

En Ecuador ni en ninguna parte de América Latina alguien puede odiar a Venezuela, muchos o la mayoría sí odian a un régimen chavista que ha llevado a la ruina a un país por un afán narcisista y megalómano, con altas dosis de ambición por el dinero y el poder. El poder solo para ellos que se creen la encarnación del pueblo al que destruyen cuando no los endiosan.

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