Las miserias humanas no distinguen ideologías, echan raíces en la ambición y se fortalecen en la ignorancia. Lawfare es una de las que amenaza el fortalecimiento de la democracia dentro de cualquier colectivo, una nueva dimensión de la etiología de la ley que dista de aquella que respondía a la necesidad de regular fenómenos sociales.
El neologismo fue acuñado en Estados Unidos, a inicios de este siglo, por el profesor Charles J. Dunlap, de la Duke University School of Law, y desarrollado más adelante por el Carr Center of Human Rights de Harvard Kenndy School. Lawfare es el uso de la ley como un arma de guerra (Dunlap Jr., 2018), una alternativa bélica sustituta para ganar a un contendor en cualquier espacio de la realidad y de la ciencia.
Los elementos que configuran esta estrategia son, en primer lugar, la utilización de una norma o institución jurídica para destruir al opositor, asfixiarlo, debilitarlo y ulteriormente eliminarlo del espacio político; en segundo término, la participación utilitaria de los medios de comunicación con quienes se construye ‘un culpable’ y ‘una víctima’ aún antes de que la Justicia -como poder del Estado- emita su resolución final luego de un proceso judicial; y, por último, la participación de un enemigo -objetivo o inventado, para seguir las recomendaciones de Umberto Eco- pero necesariamente existente en aras de definir la propia identidad y fortalecerla.
Y es que Lawfare no es únicamente visible en la arena política, las pasiones ideológicas han provocado la construcción de un enemigo y su consecuente persecución utilizando la fuerza de círculos mediáticos en el ámbito empresarial, en las relaciones internacionales, en organismos de cooperación, en los medios de comunicación y hasta donde creíamos imposible: en la misma Academia, hoy más que antes influida por la política, las ambiciones y las pasiones de ideologías extremistas a nivel mundial.
En Latinoamérica los casos políticos se ventilan, por ejemplo, alrededor de Cristina Fernández de Kirchner quien ha desarrollado el concepto en el Parlamento argentino y en varias alocuciones públicas para reprochar la persecución de la que se siente objeto en los procesos Dólar Futuro, Hotesur y otras investigaciones por supuesto lavado de activos. En Brasil, Inácio Lula Da Silva ha manifestado que no se han obrado pruebas suficientes que deriven en la determinación de responsabilidades en su contra luego de la operación Lava Jato; en el mismo país, Dilma Rousseff optó por fortalecer su discurso lawfare con el argumento de que el conflicto era, además, una cuestión de género, agregando al consabido enemigo que constituyen los grupos económicos, el de los hombres. Hugo Chávez por su lado, radicó la autoría de su propia historia de lawfare en un supuesto imperialismo norteamericano, estrategia que sumió a Venezuela en datos objetivos de pobreza que ya conocemos.
El correísmo, por su parte, afirma ser víctima de lawfare por parte del gobierno de Lenín Moreno cuando el exvicepresidente Jorge Glas es condenado por asociación ilícita, se investigan actos de corrupción en la construcción de hidroeléctricas y otras compras públicas, se corrige la intromisión en el poder judicial a través del Consejo de la Judicatura o se desclasifican archivos correspondientes a los casos Balda y Gabela. En toda la casuística nombrada es fácil identificar un nóumeno de cobertura mediática y aplicación de la ley para beneficiar las pretensiones del actor, en detrimento de quienes sienten sus derechos vulnerados: ¿no sería esta una nueva forma de litigar judicialmente?
Hoy nos preguntamos si gobiernos anteriores, como el de Rafael Correa Delgado por pensar solo en uno, no construyeron su propio enemigo al igual que Lula, Dilma, Cristina, Chávez, Maduro y Morales quienes -mediante radicales discursos- delimitaban su propia identidad gobiernista porque claramente contenían la descripción de lo que ellos no eran y no querían ser
Según la filosofía Taoísta en base a la cual se desarrolla el arte de la guerra como un tratado, los cinco factores en base a los cuales debe planificarse una estrategia bélica como la que libran las ideologías en Latinoamérica son: 1) el Tao que representa la moral y los principios por los cuales se lucha, 2) el Tien o tiempo de guerra, 3) el Di concebido como los recursos de guerra, 4) el Jiang que reproduce el liderazgo; y, 5) Fa representando la disciplina en la gestión. Para el Taoísmo es justamente entre los recursos de guerra, el Di, que debe tenerse en cuenta ‘el engaño’ al contrincante: parecer débil cuando se es fuerte, cercano cuando se está lejos y lejano cuando la proximidad es corta, crear situaciones que acentúen los peores rasgos del enemigo y asegurarse de que el poder de los medios de comunicación alimenten con sus reflexiones la guerra. Lawfare es precisamente este engaño para debilitar al enemigo mediante la aplicación de la ley, sacándolo del ruedo político poco a poco porque se lesionan paulatinamente todas sus capacidades.
Aplicando al Ecuador de nuestros días los cinco factores de guerra aludidos en el párrafo anterior, diríamos que nos encontramos frente a una nueva dimensión teleológica de la ley: un supuesto conflicto fundamentado en las convicciones socialistas de Lenín Moreno (Tao), ejecutado durante el último año y de manera sistémica justo cuando el legítimo contradictor de esta contienda parecía fuerte para las elecciones de 2017 y convencido de que su aliado cercano era el actual presidente (Tien), utilizando el Di que constituye el poder entregado por el pueblo ecuatoriano al gobierno actual y que le permite promulgar leyes, reformarlas y derogarlas, bajo el liderazgo (Jiang) del señor Presidente y de los ideólogos que manifiestan compartir las motivaciones de su lucha, eso sí con una no muy muy visible disciplina (Fa), si consideramos que para estas fechas deberíamos contar con una prospectiva económica lúcida y un plan estratégico de desarrollo posible y concreto, de aspiraciones sí, pero adaptado a nuestras particulares circunstancias.
Tanto como hoy nos preguntamos si gobiernos anteriores, como el de Rafael Correa Delgado por pensar solo en uno, no construyeron su propio enemigo al igual que Lula, Dilma, Cristina, Chávez, Maduro y Morales quienes -mediante radicales discursos- delimitaban su propia identidad gobiernista porque claramente contenían la descripción de lo que ellos no eran y no querían ser. Materialmente la justicia ha sentenciado que estos gobernantes levantaron figuras jurídicas de persecución como la Ley de Comunicación, las reformas al sistema tributario o la tipificación de nuevos delitos como el de pánico económico y financiero, en el Ecuador; asimismo, la creación de la Ley de Medios Audiovisuales y la Ley de Reforma Judicial que tan solo respondieron a un conflicto entre Cristina de Kirchner con diario El Clarín en Argentina, por citar unos ejemplos.
Nuestra Constitución garantiza, en su artículo 84, la adecuación material y formal de las normas jurídicas a los derechos previstos en la Constitución y los que sean necesarios para garantizar la dignidad del ser humano, lo cual nos deja un espacio de discrecionalidad para que el gobernante de turno justifique en esa garantía la promulgación normativa de su conveniencia; es la puerta abierta que dejó el neoconstitucionalismo dentro de la parte dogmática y orgánica de la Constitución vigente.
Frente a ello, los artículos 75 y 76 consagran el derecho a la tutela efectiva imparcial y expedita así como a un debido proceso que -en teoría- delimitarían la discrecionalidad administrativa, es este artículo 76 el que apunta como corolarios siete garantías básicas que el lawfare evade: cumplimiento de las normas y derechos de las partes, presunción de inocencia, principio de legalidad, eficacia de la prueba, in dubio pro reo, derecho a la defensa.
Aún son insuficientes y austeras las investigaciones académicas que miden cuantitativamente la eficacia de las normas y muy pocos los casos en que ellas han constituido insumo para la proposición de nuevas leyes. Es necesario que sea la ciencia el espacio desde donde desarrollemos herramientas cognitivas para no ser vulnerables a los tecnicismos de las falacias; ante esto se encuentra la alternativa de continuar ejerciendo nuestro poder soberano, pero bajo la figura de víctimas de gobiernos decisionistas que justificarán en Carl Schmitt la necesidad de imponernos una elección ya que para él la definición existencial del comportamiento político y la existencia del enemigo se consolidan únicamente en la guerra.
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