El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, calificó su decisión de reconocer a Jerusalén como capital del Estado de Israel, como un paso dirigido a alcanzar la paz y un acuerdo duradero en Oriente Medio. No obstante, la reacción mayoritaria de la comunidad internacional ha sido adversa.
Tras el reconocimiento de la capitalidad de Jerusalén, Trump ha dado instrucciones para el traslado de la representación diplomática desde Tel Aviv, ciudad donde se encuentran ubicadas las legaciones de los países que mantienen relaciones con Israel, a Jerusalén. Por el momento, ninguna otra nación ha dado señales de seguir el ejemplo, más bien varias han expresado que la mudanza no está en sus planes.
La decisión, hecha pública el miércoles de esta semana, ha causado la indignación casi unánime de los países árabes y de otros que no se encuentran en los alrededores de la zona de conflicto pero profesan la religión musulmana, como Malasia, Indonesia y Pakistán, los tres últimos son aliados de Estados Unidos.
Asimismo, otros aliados tradicionales como Reino Unido, Australia y la Unión Europa han expresado su preocupación por lo sucedido. En tanto, el grupo radical palestino, Hamas, anuncia una nueva Intifada (guerra santa).
Con la evidente toma de partido por la causa israelí, la Casa Blanca deja atrás una época de aparente imparcialidad que se mantuvo desde 1991, cuando Estados Unidos se presentó como mediador en el proceso de paz entre israelíes y palestinos.
Nuevamente una decisión con repercusiones internacionales ha sido tomada con la vista puesta en el electorado que le permitió alzarse con la Presidencia. El reconocimiento de la capitalidad de Jerusalén fue una promesa de campaña del entonces candidato Trump. Igual ha pasado con las resoluciones en el tema migratorio y algunos aspectos de comercio exterior.
En teoría, las relaciones diplomáticas buscan el ganar-ganar. En este caso, gana Israel con el reconocimiento de la ciudad bíblica que ese país considera su capital. En cuanto a Estados Unidos, todavía no se alcanza a comprender cuál es la ganancia.
Sin embargo, la última movida se produce en un terreno minado, porque puede convertirse en la mecha que encienda un polvorín de consecuencias inimaginables en Oriente Medio; a la par que desarmaría los diálogos y compromisos mínimos en favor de la paz.
La carrera política meteórica del sucesor de Barack Obama demuestra que es bueno en esas lides, pero hasta aquí no se ha revelado ni como gran economista ni como gran diplomático. La última medida no es la más acertada, por el rechazo que genera y por la desestabilización que provoca en Oriente Medio. Incluso dentro de los Estados Unidos un amplio sector de la ciudadanía no está de acuerdo.
Israel es uno de los principales aliados estratégicos de Estados Unidos. Así lo dijo Trump en el acto del pasado miércoles. Antes había dado una señal explícita de aquello al colocarlo entre los primeros países que visitó oficialmente.
Ojalá que el último reconocimiento haya sido debidamente analizado porque además de una eventual ola de violencia, con atentados terroristas y todo lo que acarrea su rechazo, también está en juego un probable aislamiento diplomático de Estados Unidos.
Ahora mismo, en previsión de disturbios o atentados, el Departamento de Defensa ha aumentado seguridades en las embajadas en Oriente Medio. La decisión también afecta los ciudadanos estadounidenses en esa región, pues se tornan blancos de posibles actos violentos.
En teoría, las relaciones diplomáticas buscan el ganar-ganar. En este caso, gana Israel con el reconocimiento de la ciudad bíblica que ese país considera su capital. En cuanto a Estados Unidos, todavía no se alcanza a comprender cuál es la ganancia.
De todas formas, para el ganador el triunfo es incompleto, porque desde ya debe reforzar sus fronteras y casi entrar en estado de guerra por la espiral de violencia. En medio del fuego cruzado: la población civil. Es el precio a pagar.
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