En los buenos tiempos de la libertad de expresión, cuando la reina María Antonia no pudo haber exclamado en serio “que coman pastel” al escuchar que el pueblo francés clamaba por pan, el linchamiento era en vivo y en directo. Parecido a cuando el expresidente Rafael Correa se bajaba de uno de sus autos blindados, flanqueado por envalentonados agentes de seguridad, para amedrentar a un menor de edad a viva voz por hacerle una mala seña.
En aquellos años, cuando los hombres de la Corte se maquillaban, 1881 para ser exactos, Francia redactó una sesuda ley de prensa que está tan pero tan buena que continúa en vigencia hasta el día de hoy. Con enmiendas más, enmiendas menos, la llegué a estudiar en la universidad en su idioma original, y me quedé sorprendida con la posibilidad de encontrar un punto medio entre el absoluto desenfreno y la más radical de las autocensuras. Algo así como cuando los medios públicos estaban en manos del gobierno y no se doblegaban ante las más contundentes evidencias, mientras la prensa privada trataba de sortear la posibilidad de que le caiga un juicio, como al caricaturista Bonil, por haber retratado con diáfana claridad los eventos cotidianos del país.
No, mentira, eso no es ningún equilibrio, ese era un sistema de balanzas que beneficiaba a unos y perjudicaba a otros. La ley de prensa francesa, más bien, ha permitido que con todos sus errores Francia viva una democracia mucho más saludable que la nuestra. Por supuesto, porque la educación en ese país es de un nivel superior y uno de sus habitantes promedio puede leer en un día lo que aquí un ecuatoriano de escasos recursos podría llegar a leer en un año. Pero también porque la difamación es punible en las dos direcciones; con menor beneficio económico para el ciudadano de a pie que el funcionario público, pero aun así con la posibilidad de prevenir que cualquiera le denigre usando la prensa.
En Estados Unidos, también con sus propias carencias, la ley establece que todos quienes han insultado a George Bush o Barack Obama en su cara, porque ha pasado, están en su derecho de hacerlo. No es lo mejor, pero lo interesante es que esta posibilidad coexiste con un impresionante respeto a la figura del presidente por más absurdo que pueda llegar a ser quien ocupe esa dignidad.
Nosotros en cambio, vamos de un lado para el otro, como gallina ciega. La propuesta de reformas a la Ley de Comunicación que presentó a la Asamblea el actual secretario de Comunicación Andrés Michelena, lo habría inhabilitado en el 2014 para ser subsecretario de Promoción de la Comunicación, es decir, muy posiblemente cómplice y encubridor de la sabatina semanal en la que se solazaba Correa con una plétora de comentarios racistas y sexistas documentados por María Paula Granda en su tesis de grado. Así, cuando Michelena no llevaba barba, en los tiempos gloriosos de la Ley de Comunicación, su trabajo habría sido tan pero tan diferente.
¿Para dónde vamos de aquí? ¿A la plena participación ciudadana en los procesos políticos y sociales del país? ¿O a una nueva conspiración para mantenernos con los ojos tapados bajo la semblanza de un diálogo? El asesinato del equipo periodístico en la frontera con Colombia mostró que no solo hay desconocimiento e incomprensión sobre la tarea de la prensa, sino que hay indiferencia. Las reformas pasarán sin pena ni gloria, mientras reconstruimos desde cero lo que queda de la aniquilación gobiernista de lo poco que había de debate y discernimiento en el país.
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