Tantos agredidos verbalmente en las calles. Sus casas ubicadas como si fueran delincuentes. Sus fotos empapeladas en las sabatinas para que los guerreros digitales fueran literalmente tras sus cabezas. Su delito, informar más allá de la agenda oficial. Más allá de los boletines diseñados en una oficina donde se rebajaba el periodismo al nivel de la propaganda.
Prensa corrupta se volvió un lugar común repetido en todos los espacios públicos y privados como si fuera normal, como se se dijera: ¡Ah, ya amaneció! Muchos lo hacían en son de broma, hasta como un chiste porque el autor de la muletilla parecía dicharachero cuando la repetía, aunque en realidad solo expulsaba odio. Un odio anormal. Un odio salido de las vísceras. La anormalidad se quiso transformar en normalidad.
Semana a semana había cosas nuevas que inventar. Espacios de supuesto humor, de cháchara, de música cursi y clichés escuchados hasta el cansancio en Venezuela primero, Argentina después, Nicaragua, Bolivia… Sabatinas que le costaron millones de dólares al país, porque con fondos públicos se intentó domesticar a la prensa, acallarla, acanallarla. Los periodistas, en ese mundo, no estaban ni a la altura de los señores terroristas e idealistas de las FARC que abrían corredores para grupos de narcotraficantes en la frontera norte, mientras puertas adentro se discutía si se enviaba o no a los militares de guardabosques.
10 años de odio. Ahora #NosFaltan3
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