Vivimos en un mundo de redes, porque somos personas que buscamos relacionarnos con otras. Antes hacíamos reuniones, mandábamos cartas que se demoraban en llegar al destinatario y más aún en recibir una respuesta, llamábamos por teléfono de larga distancia a través de una operadora que debía hacer la conexión, etc. Ahora, el desarrollo tecnológico ha aportado en inmediatez y facilitado el contacto entre personas. Estas relaciones o redes humanas seguirán presentes en el futuro porque es parte de nuestra condición humana. Ahora la tecnología ha hecho más fácil esas relaciones de amor, cariño, trabajo, profesionales, formativas, temáticas e incluso temporales.
Las redes temáticas unen a personas con intereses comunes, como fotografía, mascotas, ecología, etc. También se arman eventos temporales para invitar a los asistentes a exposiciones, conciertos, o incluso los chicos que ya no envían invitaciones físicas a una fiesta, porque para eso tiene Facebook Event donde marcan a sus contactos que están invitados; esto implica que si un adolescente no tiene Facebook simplemente está fuera de la actividad social. El Instagram o Snapchat, donde los jóvenes tienen seguidores y suben historias para compartir, indirectamente “compiten” por los famosos “likes” como sinónimo de popularidad.
No se puede negar que todo este mundo digital pudiera crear adicciones de uso, pero la pregunta clave es si la adicción es al dispositivo o a alguna aplicación particular. Sabemos que podemos encontrar adolescentes y adultos que no pueden vivir sin el celular, duermen con el teléfono y necesitan chequear constantemente los mensajes… pero más que adicción es una necesidad de estar conectados y lo que corresponde es indagar las razones de esto.
Como padres también tenemos miedo de que el uso excesivo de estas herramientas digitales, así como hace unos años era la televisión o los videojuegos, pueda causar aislamiento y alienación pero siento que este sentimiento no debe ser el argumento único para prohibir su uso.
Es imposible descartar las adicciones, pero mucho depende del chico, no todos son iguales, ni sus entornos se parecen. En barrios “peligrosos” hay madres de familia felices de que sus hijos se queden en casa después de clases, interactuando a través de dispositivos en lugar de estar expuestos a la violencia, las pandillas y las drogas.
De ahí volvemos a la importancia del equilibrio, para evitar que ningún dispositivo, sea este el celular, la tablet, la plataforma de videojuego o la computadora sea usada por largas horas ininterrumpidas para un mismo propósito, como ver series en Netflix, y se convierta en prioridad en la vida de los chicos.
No sería correcto satanizar las herramientas tecnológicas en general y menos un dispositivo tan importante en el mundo moderno como el teléfono inteligente, por el que se envían a diario millones de mensajes.
Más que al celular, lo que debería preocupar es el apego de un chico a una de las aplicaciones en particular.
Lo más lógico como padres es poner límites, así como interactuar con los chicos para saber qué hacen y orientarlos activamente. No sería correcto satanizar las herramientas tecnológicas en general y menos un dispositivo tan importante en el mundo moderno como el teléfono inteligente, por el que se envían a diario millones de mensajes.
El teléfono inteligente es una herramienta con usos múltiples. Si un chico lo usa para investigar y hacer deberes, luego para ver una serie, en otro momento para interactuar en Facebook con sus amigos y luego lo guarda para conversar o salir a la escuela de fútbol, no habría ningún motivo de alarma.
La alternativa no es convertir al niño en un ser analfabeto tecnológico pues estas herramientas y destrezas son fundamentales para interactuar en el mundo que le tocó vivir.
Es necesario reconocer que vivimos en una época en la que los adultos hemos perdido la autoridad sobre todo en temas tecnológicos. Antes el padre era el que siempre tenía la última palabra porque nadie cuestionaba su saber. Ahora el padre no es ese ser infalible, porque no sabe usar la tecnología y debe llamar al hijo para que le configure el dispositivo o le solucione algún programa. Pero esta situación no debe ser la justificación para que el padre se aleje de su rol de formador de sus hijos.
Como padres o docentes tenemos la autoridad de ser la última palabra y podemos tomar decisiones, establecer límites y definir los usos que le damos a los dispositivos. Siempre van a existir riesgos, pero la alternativa no es convertir al niño en un ser analfabeto tecnológico pues estas herramientas y destrezas son fundamentales para interactuar en el mundo que le tocó vivir.
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