La reciente matanza de Las Vegas da lugar a serios debates. Quiero contribuir a eso con otro abordaje.
WASP, traducido, “blanco, anglosajón, protestante”. Añadamos… “y armado”. Ese es el derecho, y a veces la obligación moral, de un ciudadano norteamericano, establecidos en la Segunda Enmienda. Si la primera dice que no debe haber religión de estado ni prohibición para que el ciudadano practique cualquiera, ni ley que coarte la libertad de palabra, de imprenta y de manifestación pacífica, la Segunda pone colmillos a la libertad: el pueblo tiene derecho a tener y portar armas. El ciudadano puede ser llamado a la Milicia y tendrá que estar preparado. El Gran Sello de los Estados Unidos de 1782 muestra la bella metáfora del águila: una garra, la derecha, ofrece la rama de olivos – “un fuerte deseo por la paz-; la otra, la izquierda, las flechas, porque “siempre se estará listo para la guerra”. Lo vemos en el sello de la moneda de cincuenta centavos de dólar.
No sólo son sus leyes, sino su experiencia histórica. La guerra de independencia enfrentó colonos armados con el ejército inglés. Luego la “conquista del Oeste” y las numerosas “guerras indias”. La vida en el “lejano Oeste”, en las fronteras de la ley, se sostenía con el rifle y la pistola. Se luchaba contra los valientes indios, contra forajidos, contra incursiones de mexicanos. Mucho de esto, idealizado o deformado, está presente en el clásico cine norteamericano, el western.
Los ciudadanos norteamericanos no tuvieron que soportar ni invasores, ni tiranos, ni caudillos ni dictaduras militares, no tuvieron reyes ni aristocracia. Han sido siempre republicanos. Mucha de nuestra crítica antiyanqui se puede justificar, pero también hay mucha que es simple hipocresía…
Para el que habita en otras culturas hay algo inaceptable en todo eso. Somos latinos, somos mestizos del indio y del que vino del África negra, somos hispano hablantes. Sobre todo somos católicos. Nuestras referencias más caras son las que sufrieron una derrota o que fueron desplazadas, aun si tuvieron un pasado de dominancia e imperio. Nuestra mentalidad y ánimo son reivindicativos contra lo norteamericano. Pretendemos ser críticos y superiores moralmente. Nos horrorizamos ante su cultura armada, su violencia social, sus costumbres, cantamos emocionados la vieja canción de Piero, Los americanos. Pero abierta o secretamente hay algo que admiramos fuertemente en la cultura americana, en su sociedad tal como es y en sus principios. De allí la emigración, y también de allí la envidiosa hostilidad.
En el mundo intelectual, artístico y cotidiano de los EEUU hay espíritu autocrítico. Lo hubo siempre. Se magnificó después de los sesentas. Esa libertad de palabra y de costumbres difícilmente la encontramos en otras latitudes. Los ciudadanos norteamericanos no tuvieron que soportar ni invasores, ni tiranos, ni caudillos ni dictaduras militares, no tuvieron reyes ni aristocracia. Han sido siempre republicanos. Mucha de nuestra crítica antiyanqui se puede justificar, pero también hay mucha que es simple hipocresía o que esconde afanes estratégicos de partido. Las otras potencias mundiales juegan en el escenario de la propaganda contra lo estadounidense. Y hay que pensar, sobre todo hoy, cómo afecta a este escenario el conflicto cultural y beligerante de las religiones globales.
“¡Prohibido olvidar!” dice el superyó imperativo, que nos empuja a gozar de los malos momentos traumáticos. Su versión imaginaria y narcisista dice “¡Prohibido olvidar-me! “. Esa es la eternidad de los locos, de Osama, de Hitler, de Stalin y, sí, también de los que son como Paddock.
Trazar una línea del 11S a la matanza de Las Vegas es una de tantas extravagancias sensacionalistas que se autorizan de la estadística. Cuando el psicoanalista Lacan habla de la libertad indica su cercanía y límite con la locura. La pasión por la libertad individual de los norteamericanos colinda con el exceso mortífero. Allí están las drogas, y el suicidio; allí están las armas, y el homicidio. Pero los antinorteamericanos no son mejores, y sí muchas veces peores. Admiten y soportan líderes tiránicos, dueños de todas las armas, de todos los tóxicos, de todo el poder para asesinar y oprimir a quien se les oponga. ¿Se puede poner en el mismo renglón a Osama Bin Laden y a Paddock? Sí y no, sí por la locura, no por los antecedentes y consecuencias.
El presidente Moreno, en su entrevista con los medios, hablando del SENAIN, apeló a la teoría del psicoanálisis. Mencionó el Eros y el Tánatos. Dijo que los chicos del SENAIN, como todo el mundo, tienen de las dos cosas, pueden ser amigos y pueden ser enemigos. Él cree que los va a reeducar. Pero está en lo cierto cuando dice que siempre hay de esas dos pulsiones en cada uno de nosotros. Y mencionó a Suecia donde los que tienen dinero pagan su boleto a un espectáculo y los que no lo tienen pasan igual marcando en otro torniquete. Si se pregunta porque alguien con dinero no pasaría por el torniquete de los que no lo tienen, la respuesta es “¿por qué haría eso?”. Allí entendemos lo que significa tener una obligación que es más importante que reclamar un derecho.
Los cálculos de personas que tienen armas en EEUU son variados. Número de familias con armas, número de armas por persona, permisos de portación, etc. En todo caso se trataría de millones o cientos de miles al menos de hombres y mujeres que tienen armas. Y por supuesto hay venta legal. ¿Eso convierte a los americanos en seres inclinados a matar? Otra vez, ¿por qué harían eso?
“¡Prohibido olvidar!” dice el superyó imperativo, que nos empuja a gozar de los malos momentos traumáticos. Su versión imaginaria y narcisista dice “¡Prohibido olvidar-me! “. Esa es la eternidad de los locos, de Osama, de Hitler, de Stalin y, sí, también de los que son como Paddock.
Hay, según Freud, la pulsión de muerte, esa que empuja a volver a la paz de lo inanimado. Lo discontinuo vuelve a lo continuo, decía Georges Bataille. En cambio la pulsión de vida, Eros, quiere volver a empezar, que la vida, esa discontinuidad asombrosa, reaparezca. Pero hay una versión siniestra, la que es posible por la memoria, la historia de los nombres y de las caras.
“¡Prohibido olvidar!” dice el superyó imperativo, que nos empuja a gozar de los malos momentos traumáticos. Su versión imaginaria y narcisista dice “¡Prohibido olvidar-me! “. Esa es la eternidad de los locos, de Osama, de Hitler, de Stalin y, sí, también de los que son como Paddock.
Para remedio, y a pesar de mis criterios de escritura, termino recordando los versos finales de un poema de Borges, Milonga del forastero:
Para esa prueba vivieron
toda su vida esos hombres;
ya se han borrado las caras,
ya se borrarán los nombres.
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